Syd Barrett murió el domingo al complicarse su diabetes, pero llevaba desaparecido más de treinta años, perdido en su mundo interior como un recluso de su propio genio. «Fue muy famoso hace tiempo, pero nadie sabe siquiera si está vivo», cantaban Television Personalities en ‘I Know Where Syd Barrett Lives’, una de las incontables muestras de reverencia tributadas a lo largo de las últimas décadas al alma de los primeros Pink Floyd. Más allá del efecto de las drogas, el cerebro de Barrett habría servido como mareante mapa de la psicodelia: sus melodías parecían seguir siempre la senda más difícil, menos conformista, y las interpretaba con letras crípticas y espíritu de duende juguetón. No soy un experto en su obra, ni siquiera un auténtico fan -para eso, ahí está nuestro lector Lobo López, que nos adelantó la noticia en un comentario-, pero ‘The Madcap Laughs’ siempre me ha parecido una auténtica lección para cantautores, porque muestra lo original que se puede llegar a ser con una guitarra, unas cuerdas vocales y poco más. Pero, claro, se trata de una lección difícil, que sólo pueden aprender bien tipos tan brillantes como Robyn Hitchcock, así que Barrett ha quedado como una rareza, un espécimen único en un mundo ramplón. Descanse en paz, por fin.
(Por cierto, consuélense visitando al catalán Syd Barretina)