El nuevo álbum de Hilary Woods se publicó el día de Halloween. En realidad, pocas cosas puede haber más alejadas del grotesco carnaval de monstruitos que las canciones lentas y graves de la artista dublinesa, pero a la vez la fecha resulta extrañamente adecuada, porque estamos ante unas músicas que parecen fluir por el umbral entre este mundo y otro. Woods es una de esas artistas en contacto permanente con el misterio (como podrían ser, a su manera, Nico o sus compatriotas Fovea Hex) y sus composiciones se dedican a indagar en esa materia oscura que nos acompaña siempre, pero que tantas veces elude nuestra mirada directa. De hecho, después de escribir esta última frase he leído la letra de Faults, y hay dos versos que dicen: «No podría transformar estas cosas en palabras, / no podría encontrar la manera de que se pudieran ver». En fin, que son canciones que suenan a búsqueda, a tanteo en las tinieblas, pero a la vez sorprenden con fulgores inesperados, que a veces atraviesan la escena y otras solo se dejan entrever en un rincón. Ahí están el brillo de la banda de metales o los destellos de candidez del coro de niños.

Woods, que no parece muy aficionada a las fotos de promoción, empezó su carrera a finales del siglo pasado como bajista de la banda indie JJ72, pero después estuvo una década apartada de la música y emergió transformada en lo que es ahora, una especie de reflexiva cantautora de vanguardia especializada en superponer armónicamente capas de su propia voz, pero que en ocasiones ni siquiera canta. En sus meditabundas rutas por las tinieblas comparte terreno a veces con colegas más luminosas, como Julee Cruise o incluso Enya, otra compatriota, pero después cada una tira por su lado. Ah, el disco lleva el extraño título de Night CRIÚ, que supongo que es otra manera de decir Night Crew, la pandilla de la noche.