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Sobral, el de Portugal

 

 

Uno no se pone a ver Eurovisión esperando reafirmar su fe en el género humano, sino más bien todo lo contrario: el festival suele servir como demostración de que las cosas siempre pueden ir a peor, sin importar lo desoladoras que puedan parecer ya. Más allá de las simas inconcebibles que puede alcanzar el espectáculo, la experiencia en general suele dejar un regusto de desánimo y aflicción: la rica historia de la música europea se reduce en el festival a un espectro estilístico que más bien parece un espectro terrorífico, de lo estrecho y monótono y cerrado de miras que es. Pero ya sabrán que este año han ocurrido dos sucesos improbables, de esos que la gente llama milagrosos a falta de una palabra mejor: en el lote se coló una canción, una canción de verdad, honesta y preciosa como una flor pequeñita en mitad de un mar de plástico, y esa canción acabó ganando.

Ahí estuvo Salvador Sobral, el portugués, con el tema que le compuso su hermana y esa pinta de friki encantador al que han teletransportado hasta un corral ajeno, contrarrestando ya desde el primer verso (tan bajito que casi no se le oía) el exceso de ruido con el que Eurovisión trata de disimular el vacío. Lo único que siento de su victoria es que, el año que viene, el festival se llenará de copias baratas y chungas de lo suyo, exhibiciones de sensibilidad a flor de piel con poca cosa debajo.

También el último puesto de España ha reafirmado mi fe en el género humano, por cierto. Ni siquiera concibo cómo pudo llegar eso a un festival. Qué lejos pueden estar Portugal y España.

 

Por Carlos Benito

Sobre el autor

Periodista de El Correo. Nací en Logroño, estudié en Pamplona, vivo y trabajo en Bilbao.


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