Empiezo a temer que a lo mejor acabamos este año sin ninguna de las estrellas que alegraron nuestra juventud. Al principio la noticia parecía un poco cogida con alfileres, pero la mánager ya ha confirmado que Prince ha muerto a los 57 años en su casa de Minneápolis. Pocas carreras tendrán altibajos tan extremos como la suya, marcada por aquel anonimato voluntario al que le llevó su enfrentamiento con la industria, cuando decidió identificarse simplemente con un símbolo, pero antes de aquel folletín del que nunca llegó a recuperarse había lanzado una de las andanadas de álbumes más asombrosas de la historia del rock. ¡Qué década de los 80 tuvo Prince! Daba la impresión de que podía hacer una canción magistral con cualquier cosita: le bastaban un ritmo y un par de adornos, como en Kiss o Alphabet St., para confeccionar artefactos irresistibles, de efecto inmediato. Y, cuando ponía a trabajar a pleno rendimiento a todo su ejército de vistosos asalariados, los resultados eran arrolladores.
Prince era el geniecillo juguetón, el duende pícaro y autosuficiente, el creador sobrado capaz de regalar a otros canciones como Nothing Compares 2 U o Manic Monday. Nos gustaban sus solos de guitarra que cortaban la respiración, sus títulos plagados de cuatros y doses, su procacidad sexual, su excentricidad estética… Y, para qué vamos a negarlo, también nos fascinaban sus protegidas, esa constelación de mujeres que orbitaba siempre a su alrededor: uno se imaginaba la vida en Paisley Park como un derroche versallesco de placeres, que hasta debía de hacer tolerable la saturación de púrpura. Prince, el hombre que parecía no envejecer, también nos ha dejado en 2016. Y, caramba, con ese empeño policial que ponía en retirar todo lo suyo de las redes sociales, qué difícil va a ser ilustrar con vídeos el dolor por este muerto.