Kevin Ayers, que ha fallecido en su casa de Francia, era uno de esos músicos de genio excesivo e indisciplinado, que derraman su talento como quien ha llenado demasiado una copa de vino. Siempre fue un maestro de la melodía sorprendente, del quiebro inesperado, del arreglo juguetón, del trasfondo lírico, pero también daba la sensación de que era un auténtico fenómeno a la hora de vivir: algunos dicen que su carácter despreocupado se debía a su infancia en Malasia, pero la cuestión es que Ayers siempre pareció un entusiasta degustador de los placeres del mundo, como en todos esos años que pasó en Deià (Mallorca). Quizá habría conseguido llevar su carrera más lejos con un poco más de rigor, pero creo que todos lo queríamos más así, tal como era. La revista Uncut le preguntó en una ocasión qué era mejor, si el vino, las mujeres o las canciones. «La combinación de los dos primeros es lo que mejor funciona para las terceras -respondió-, o también demasiado del primero y la pérdida de lo segundo. Pero ocurre lo mismo que si preguntas a alguien por sus hijos: no quisiera admitir públicamente un favorito».
Kevin Ayers, ya saben, formó parte de Soft Machine y después sacó adelante una carrera irregular, con momentos de brillantez y fases en las que parecía dominarle la pereza. Yo conozco sobre todo sus estupendos discos de los últimos 60 y los primeros 70: Joy Of A Toy, Whatevershebringswesing, Bananamour o aquel Shooting At The Moon con unos The Whole World en los que militaban un jovencísimo Mike Oldfield y el compositor David Bedford. Les dejo con ellos y su May I?, que empieza en el minuto y treinta y seis segundos del vídeo. «¿Puedo sentarme y mirarte un rato? / Me gustaría que tu sonrisa me hiciese compañía».