El compañero Galante citaba el otro día la Historia del rock que editó por entregas El País allá por 1986 ó 1987 y que, seguramente, es uno de los libros más importantes de mi vida. Lo curioso es que, con el tiempo, voy comprobando la trascendencia que tuvo en muchas más personas de mi franja de edad, en esa gente a la que ahora se le ha quedado repentinamente pequeña la ropa de joven. Yo compraba aquellos fascículos como quien recibe las tablas sagradas, los leía y releía hasta memorizar algunas partes y, por supuesto, los he transportado debidamente encuadernados por cuatro domicilios distintos. Tengo grabadas a fuego, por ejemplo, algunas de las citas que encabezaban las páginas: «Desde que hago música con computadoras, follo mejor» o «El punk es la forma de ser incapaz de expresarse, pero no son peligrosos, lo único que puede pasar es que maten al oyente», dos perlas que cito de memoria, secretadas por Nacho Cano y Mike Oldfield. Hace bien poco, tuve una conversación sobre este libro con Íñigo Domínguez, nuestro corresponsal en Roma. Yo le soltaba este mismo rollo que les estoy contando a ustedes, porque soy un tipo repetitivo que no alberga más de cuatro o cinco ideas simples en la cabezota:
-Cada vez que oigo hablar de Jethro Tull -le explicaba-, me acuerdo de la página que les dedicaban. Decían que las nuevas generaciones ven a Ian Anderson como…
-¡Como un pedo viejo! -citó correctamente Domínguez.
Que dos personas hayan conservado en su memoria durante tantos años la misma estupidez –old fart, por cierto, habría estado mejor traducido como viejo gilipollas, me parece a mí- es cosa de asombro, de pasmo, de risa tonta. Y, aunque hay muchas cosas en las que Galante, Domínguez y yo no nos parecemos, me pregunto si la lectura de aquella Historia del rock no nos habrá dejado un poso común que nos hace semejantes en otras. Dicho rápido y mal, y con perdón, creo que pudo actuar como poderosa semilla del cuelgue. ¿Alguno de ustedes pertenece a la misma cofradía?