Hace un mes y medio tuve un crack informático que me provocó el consiguiente crack mental. Tuve que reinstalar el sistema operativo  -a ustedes les parecerá una tarea tan sencilla como pasarse el mondadientes por las fauces, pero a mí me dio bastantes quebraderos de cabeza- y perdí todos esos emepetreses que abarrotaban el vetusto disco duro. Busqué un programa para copiarlos desde el iPod al ordenador, una tarea logiquísima que Apple no contempla, y di con una cosita muy maja llamada EphPod, pero entonces me entró un súbito y atípico ataque de lucidez: ¿realmente tenía que asumir el esfuerzo de copiarlo todo? ¿Lo quería todo? ¿No era un buen momento para hacer borrón y cuenta nueva? Y, yendo un poco más allá, ¿tiene sentido esa vocación archivística que arrastramos de aquel tiempo remoto en el que la música era cuestión de soporte?  Estoooo… situémonos en la hipótesis, sin duda disparatada, de que todos nos descargamos música de sitios poco recomendados por las autoridades: ¿por qué, cuando hacemos limpieza de emepetreses, los vamos guardando en cedés que conservamos a su vez en álbumes y estuches, como si alguna vez fuesen a entrarnos ganas de rescatar aquel disco de Outkast o de Mediaeval Baebes que ni siquiera escuchamos entero en su día? Y que, además, está disponible por todas partes, en cualquiera de esos cuernos de la abundancia –pedospés, rapidshares y así- que seducen al consumidor despendolado.

Así que pasé de todo y ahora llevo el iPod ligero y abierto a nuevas experiencias. Admito sugerencias, porque voy a tener mucho tiempo para oír música: dentro de unas horas me metamorfoseo en veraneante y desaparezco hasta mediados de julio, aunque a lo mejor les hago alguna visitita por aquí. Sean felices, felicísimos.