¿A ustedes no se les pone una mosca enorme tras la oreja cuando leen que Paul McCartney ha ganado el premio al mejor disco en los Classical Brit Awards? No he escuchado Ecce Cor Meum, así que tal vez estemos ante Bach reencarnado y mejorado, pero me escama bastante que un advenedizo como el Sir, por mucha ayuda que haya recibido de su orquestador en la sombra, firme el mejor álbum de música clásica del año. Y me pasma aún más cuando veo el nombre o seudonombre de otro de los nominados, Sting, que ha sacado provecho a su cursillo de laúd con una antología de canciones de John Dowland, compositor que les recomiendo en cualquier otra versión. ¿Se apuestan algo a que, en unos añitos, ese hombre oscuramente apodado Bono también cuela alguna obra magna en esta competición?
Mi única referencia anterior de Ecce Cor Meum, el oratorio que Macca dedicó a su fallecida esposa Linda, era una crítica demoledora que leí en un periódico inglés, una de esas masacres justicieras a las que se entregan los británicos con la ceja levantada y media sonrisa en los labios. No la encuentro (cómo la voy a encontrar, si ni siquiera recuerdo qué diario era), pero las noticias de hoy sí recogen que la crítica especializada despreció con bastante gana la composición, al considerarla una “sopa de easy listening”. Lo que ocurre es que el premio lo dan los oyentes de Classic FM, entre los que figura parte de esa masa que se abalanzó a las tiendas a comprar el disco de Paul, aunque no consta cuántos eran aficionados a la música clásica y cuántos eran seguidores de los Beatles. Y el resultado es un ejemplo claro de simbiosis: los Classical Brit Awards consiguen mucha más repercusión que si hubiesen galardonado a un ignoto violinista kazajo y al Sir se le ratifican en cierto modo su genialidad, su respetabilidad y su derecho al capricho. Y, dicho todo esto, me voy a escuchar a algún clásico seudomoderno (por ejemplo, Hallvarður Ásgeirsson) que supongo será igual de mediocre, pero que no recibe estos premios tan rimbombantes.