Ya sabrán ustedes que existen fans de Eurovisión. Son personas libérrimas que, en lugar de utilizar los programas de intercambio de archivos para bajarse el último disco de Madonna o de System Of A Down, emprenden una laboriosa tarea de recolección de todas las canciones que han concursado en el festival de festivales, de Abba a Rosa, pasando por Franco Battiato o por esa Sandra Kim de la foto que tanto me impresionó cuando yo era adolescente y ella también. De hecho, hay adictos que incluso se interesan por el proceso de selección que se está desarrollando ahora mismo en los diferentes países, a través de páginas como ésta: ahí nos enteramos de que hoy, en Ucrania, Olga Sviridenko ha tenido que dejar el correspondiente OT por motivos de salud; en Dinamarca, Søren Poppe aspira a participar por segunda vez, y en Chipre, cuna tradicional de eurovisivos bizarros, el público elige entre artistas de nombre prometedor como Andreas Konstantinidis o Vicky Anastassiou. En fin, el horror de los horrores, los sótanos del infierno, el inframundo de la música comercial, dicho sea con el mayor de los respetos.
Porque, claro, donde nosotros sólo acertamos a ver un lamentable revoltijo de mediocridad y ambiciones, otros distinguen una estupenda posibilidad de negocio. Es el caso de Ben Silverman, el sujeto que ha comprado los derechos para adaptar Eurovisión a ¡Estados Unidos! El hombre se relame ante la riqueza de hechos diferenciales que coexisten en su gran país: “Imaginen al cowboy de Montana, la estrella de la Motown de Detroit, el grupo alternativo de New Jersey y el crooner de Tennessee, compitiendo unos contra otros”, se publicita. Nos lo imaginamos, nos lo imaginamos, pero no nos convences, Ben. Ya te pondremos en contacto con un tal Uribarri, que a lo mejor se muestra más receptivo.