Como analfabeto en cómic que soy, debo confesar que lo que más me ha llamado atención del Salón de Getxo de este año -del 2 al 4 de diciembre- es el concurso de cosplay. La palabrita, contracción de costume play, designa una de esas costumbres japonesas que nos parecen absolutamente anormales hasta que las importamos, como ocurrió con el karaoke o el sushi. En este caso, la cosa consiste en reunirse disfrazados de personajes de manga y anime: si lo adaptamos al estado de las cosas de hace treinta años, sería como si un montón de gente se hubiese vestido de robots de Mazinger para quedar y pasarlo bomba, entre fuegos de pecho y puños fuera. Aquí les va una muestra de este curioso hábito, que por supuesto también puede tener derivaciones sexuales en las que no abundaremos.
¿Ridículo? Depende… En realidad, a mí estas aficiones me inspiran una secreta envidia, porque debe de ser estupendo tener un acceso tan fácil a la felicidad. Durante un rato, el amante del cosplay embutido en un traje de Pikachu olvida todos los padecimientos de la vida cotidiana, todas las miserias externas a ese mundo colorista de monstruos de bolsillo. Me pasa lo mismo con el fútbol: me encantaría que me gustase, para evadirme durante hora y media cada pocos días, apasionado por las evoluciones de veintitrés hombrecillos en la pantalla. O con las colecciones: de sellos, de mondadientes, de latas de cerveza, de excrementos fósiles, de fotos de nubes… Da igual, el caso es que el coleccionista tiene siempre una vía de escape, por mucho que esté jalonada de miradas desdeñosas, y un refugio acogedor y blandito como un disfraz de felpa.