Cualquier aspecto de la realidad en el que entre en escena un italiano es susceptible de convertirse, como mínimo, en algo original, cuando no en un desmadre. Hay una variante alpina que ha dado grandes momentos. Una expedición francesa o rusa a una montaña sube, baja y se acabó. Sí, hay peripecias y peligros, pero nada comparado a veces a cuando hay italianos por ahí. Un ejemplo mítico es la primera ascensión al K2, la segunda montaña más alta del mundo y una de las más duras, en 1954. Otros países ya tenían su cumbre legendaria e Italia no podía ser menos. Se organizó una expedición faraónica, que al final fue famosa por Walter Bonatti.
Este chaval de 24 años se consagró con una heroicidad colosal: bajó del campo ocho al siete a buscar las bombonas de aire y volvió a subir para dárselas a dos compañeros en el campo nueve. Ya era de noche y en medio de una ventisca no podía llegar hasta donde estaban ellos, pero les pasó el oxígeno y le dijeron que se bajara. Como era imposible, Bonatti y su guía hunza, Mahdi, se chuparon a 8.000 metros de altura y 50 grados bajo cero, sin tienda ni saco, una de las peores noches que probablemente haya vivido un ser humano en este planeta, junto al capitán Scott en la Antártida, los soldados napoleónicos del frente ruso y algunos otros pobres desgraciados. Pero sobrevivieron. Gracias a su gesta, sus dos compañeros, Compagnoni y Lacedelli, hicieron cima ese día y pasaron a la historia. Pero ni se lo agradecieron y mintieron sobre lo ocurrido. El mal rollo que quedó entre ellos fue tremendo y surgió una polémica, con misterio incluido sobre la verdad, que duró lo que duran estas cosas en Italia, 53 años. Dijeron que no le abandonaron a su suerte, sino que no se habían entendido, y que de todas formas no usaron el oxígeno de Bonatti. Pero luego aparecieron unas fotos inéditas de la cima y se veían las bombonas en una esquinita. En fin, el pobre Bonatti se pasó la vida pidiendo justicia y que se restableciera la verdad, en medio de un cierto ostracismo oficial. Hasta que le dieron la razón, solemnemente, en 2008. Pero aquello sólo fue el principio de su leyenda y de los otros no se acuerda a nadie.
Bonatti, tal vez por ese trauma del trabajo en grupo, siguió subiendo paredes en solitario y firmó grandes hitos del alpinismo. Una, sobre todo, le convirtió en un mito viviente en 1955, la escalada del Dru, en los Alpes, uno de esos picos perfectos que parecen dibujados. Fue en un pilar que ahora lleva su nombre. Estuvo seis días colgado en la roca y quedó atrapado en un punto en el que no podía subir ni bajar. Tras una hora de desesperación hizo un manojo de cuerdas, una pequeña telaraña, en el extremo de un cabo y lo lanzó hacia arriba, a unas rocas situadas a una docena de metros. Tras muchos intentos logró engancharla. No sabía si aguantaría, pero se la jugó y se lanzó al vacío. Contó que vio toda su vida en esos segundos. La cuerda resistió, trepó por ella y al final llegó a la cima.
En los diez años siguientes hizo todo lo humano posible, o imposible hasta entonces, en los Alpes y dejó la escalada en 1965, con 35 años. Lo último que hizo fue la cara norte del Cervino, por primera vez en invierno y en solitario, y ahí dejó el listón, altísimo. Pensó que también quería salir de ese límite, probar otras cosas, ampliar horizontes, en horizontal. Se dedicó a viajar a todos los rincones del mundo y se reinventó como fotógrafo y reportero de aventura para la revista ‘Epoca’. Se reveló como un humanista íntegro y de ética exigente, un narrador de la soledad y el miedo, sin el más mínimo rastro de ego y fanfarronería, que a veces es difícil en estos personajes. Bonatti era un señor, un héroe de otra época. Se curtió como niño de la guerra, arreglándoselas solo porque su madre trabajaba fuera y luego de obrero del metal en Milán, escapando el domingo a la montaña.
Es difícil coger un mapamundi, tocar un punto y que no haya estado allí Bonatti, explorando cientos de kilómetros de naturaleza salvaje, conviviendo con bichos o conociendo tribus perdidas. Del Amazonas y la Antártida a las selvas africanas o la Polinesia. Sin embargo una de sus más felices aventuras ocurrió en Roma. En 1980 leyó una entrevista a la actriz Rossana Podestà, sex symbol de los sesenta, en la que le preguntaban con quién huiría a una isla de desierta. Con Walter Bonatti, contestó. Así que le escribió una carta y quedaron en la iglesia del Ara Coeli, en Roma. Ella esperó dos horas y cuando se largó se lo encontró a la vuelta de la esquina, en el monumento del Vittoriano, porque se había confundido de lugar. Podestà le gritó cabreadísima: “¿Pero qué clase de explorador eres tú que no sabes encontrar una persona en Roma?”. Desde entonces no se separaron. Mejor dicho, les separaron en su lecho de muerte, en 2011 con 81años, en un hospital. Fueron víctimas de uno de esos episodios de memez confesional profunda que pueden suceder en Italia, donde aún hay ginecólogos que objetan contra la epidural porque la mujer debe parir con dolor: a ella la echaron de la habitación porque no estaban casados. Bonatti superó todos los obstáculos y siempre volvió vivo, pero no pudo con la burocracia y la estupidez humana.