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Íñigo Domínguez

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Italianos geniales (1): Tiziano Terzani

Hola a todos, espero que hayan pasado un buen verano y estén bien cada uno de lo suyo.

Para reactivar el blog y mientras me hago a la idea comenzamos con estas entregas veraniegas publicadas en El Correo y en el resto de diarios del grupo Vocento.

Me pidieron una pequeña serie sobre algo y ya que me paso el año contando calamidades pensé en hablar de personajes italianos geniales y más o menos desconocidos fuera de Italia, un ejemplo de lo bueno que tiene este país. Me pidieron sólo cuatro, pero por supuesto que hay muchísimos.

Comenzamos con Tiziano Terzani:

 

 

Uno de los reporteros más famosos del siglo XX en Italia es muy desconocido fuera de ella, salvo en Alemania, y lo fue incluso en su propio país buena parte de su vida. Tiziano Terzani era un periodista atípico porque para empezar no era periodista. Y para terminar tampoco, porque tras consagrarse como reportero de guerra y corresponsal en Asia se cansó del periodismo, le dio por los libros, la espiritualidad y acabó convertido en una especie de santón indio con barba blanca a lo Tolstoi.

Nacido en Florencia en 1938 en una familia muy pobre Terzani estudió leyes y se colocó de ejecutivo en la Olivetti, pero lo de llevar corbata no le gustaba nada. Los viajes sí, y con su trabajo pudo ver un poco de mundo. En 1965 aprovechando uno a la Sudáfrica del ‘apartheid’ hizo un reportaje que le publicaron en una revista. Aquello era lo suyo y dejó el trabajo. El título de periodista en Italia requería 18 meses de prácticas y las consiguió en ‘Il Giorno’, de Milán, aunque ya tenía 31 años y un hijo. Allí se hizo su mili del oficio y cuando sacó el título fue donde el director y le dijo: “‘Direttore’, yo en la redacción no estoy bien, quiero ser corresponsal en China”. Le respondió: “El único puesto libre es en Brescia”. Terzani se largó y fue llamando a la puerta de los principales periódicos de Europa. Al final le ficharon en ‘Der Spiegel’ para el sur de Asia. Su mujer era medio alemana y él chapurreaba el idioma.

Se instaló en Singapur en 1972, pero lo justo para salir pitando a la guerra de Vietnam. Terzani se la hizo entera y fue uno de los primeros periodistas occidentales en estar con los vietcong, y uno de los pocos que cubrió la caída de Saigón en 1975. Se consagró y luego recorrió toda Asia. Fue uno de los primeros periodistas en entrar en Camboya tras la caída de Pol Pot para descubrir el horror. Tiene reportajes en el reino perdido de Mustang o en las islas Kuriles, pero igual se apasionaba con los casinos de Macao, los burdeles cutres tailandeses o la atmósfera de los fumaderos de opio camboyanos. En 1980 su sueño se hizo realidad y fue uno de los primeros periodistas occidentales en China desde la instauración del comunismo.

Sin embargo llegaba admirando a Mao y se desilusionó rápido. Desveló cómo era el gran país desconocido y comenzó a fastidiar a las autoridades. Por ejemplo, fue a Tibet y se coló en el Potala, el sagrado palacio de los lamas. Se escondió cuando cerraron la puerta y se quedó a pasar la noche dentro. También documentó la destrucción urbanística del viejo Pekín con capítulos de diez o quince páginas cada semana. Al final le echaron del país.

Pasó unos años en Tokio muy deprimido, porque la sociedad japonesa le pareció un horror. Deshumanizada, robotizada, vio un capitalismo despiadado. Decepcionado del comunismo, le parecía que no había alternativa, que el mundo iba mal y se acabarían globalizando los horarios inhumanos, el trabajo estresante y el consumismo tecnológico. Fue a un psiquiatra y le dio una caja de Prozac. Pero le dio todas las pastillas a su perro enfermo, que así pudo morir en paz.  Le funcionó mejor irse de Japón. Se trasladó a Bangkok, a una casa de madera con un lago con una tortuga carnívora de un metro. Pero seguía rumiando la idea de pegarle un giro a su vida. En 1992 se acordó de una profecía que le hizo un adivino de Hong Kong 16 años antes: en 1993 no debía volar porque tendría un accidente aéreo. Cenando con su jefe del ‘Der Spiegel’ se lo soltó. Junto a su propuesta: pasar un año yendo a hacer reportajes sin coger un avión, viajando como antiguamente, a una velocidad humana. El jefe aceptó y al siguiente encargo mandó a otro. Es increíble pero el helicóptero donde viajó su colega, y que tenía que haber cogido él, se estrelló. Sólo hubo heridos, pero su compañero le llamó para cagarse en su adivino. Esto le acabó de convencer en su idea y así, moviéndose con lentitud, redescubrió Asia, y el periodismo. Lo contó en un libro estupendo, ‘Un indovino mi disse’ (Un adivino me dijo).

Pero ese viaje le alejó definitivamente del periodismo. Para seguir el juego se entretuvo consultando adivinos en cada rincón y acabó descubriendo la meditación con un exagente de la CIA convertido en eminencia del yoga. Fue a más cuando le mandaron a India, donde pasó una temporada de ermitaño en el Himalaya con un viejo gurú. Por aquel entonces le descubrieron un cáncer pero ya era un maestro de vida y lo llevó con deportividad. Tiene otro libro precioso, ‘La fine è il mio inizio’ (El fin es mi inicio) en el que repasa su vida con su hijo. Su conclusión es que las revoluciones son frustrantes porque la historia se repite y nada cambia. La única revolución, decía, era la interior. Parece que él lo consiguió, pese a tener uno de esos egos inquietos e incansables de los italianos, de un revoltoso cabezota florentino.

 

 

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