Como vimos en la entrada anterior (¿Insecticidas o exterminadores de animales?), debido a su gran efectividad, el uso descontrolado de insecticidas durante muchos años ha generado serios problemas ecotoxicológicos. La cuestión es si se pueden evitar tales daños, esto es, si hay algún modo alternativo de combatir a los insectos sin causar a la vez graves efectos ecotoxicológicos.
La primera respuesta que cabe dar a esa cuestión es que deben considerarse las alternativas ya existentes en la naturaleza y entre ellas las más evidentes son el uso de insecticidas naturales, por un lado, y el de depredadores naturales por el otro.
En lo relativo a los insecticidas naturales, hay que pensar en las plantas, ya que puede barajarse la posibilidad de recurrir a las mismas o similares sustancias de que se sirven ellas para defenderse de los insectos. Es más, de entre los insecticidas de síntesis, los últimos piretroides comercializados se basan en sustancias, -denominadas piretrinas-, que son producidas por los crisantemos.
En lo relativo a los depredadores naturales, cabría pensar, en principio, que si se pudiese elevar la densidad de los depredadores de los insectos a los que se quiere combatir, podrían mantenerse las plagas bajo control, al menos en teoría. El problema, en este caso, estriba en conocer con precisión cuál o cuáles son los depredadores naturales y en llevar un control estricto de todo el proceso. A pequeña escala no plantean especiales dificultades, pero la cosa cambia mucho si se trata de utilizar estos procedimientos a gran escala, pues son difíciles de gestionar, por lo que no son aplicables de forma intensiva.
Por otro lado tenemos los insecticidas de origen microbiológico. La opción más desarrollada en la actualidad es el uso de un insecticida que produce
Veamos a continuación a qué se debe esa especificidad. Las células de B. thuringiensis producen, junto con la espora, una proteina cristalizada. Cuando se encuentra esa proteina en medio básico (pH>9), se activa y se convierte en tóxica. El pH tiene mucha importancia en este caso, porque ese pH tan básico tan solo se da en el interior del tubo digestivo de las orugas de algunos lepidópteros (tampoco de todos). Bajo esas condiciones el intestino resulta muy dañado por la toxina, puesto que provoca la aparición de poros en las células del epitelio digestivo; los problemas osmóticos a que da lugar ese estado epitelial hacen que la célula en su integridad colapse: las larvas no pueden absorber nada a través de su intestino, se produce diarrea y, en consecuencia, deshidratación.
Este procedimiento microbiológico es eficaz, limpio y seguro, pero es de aplicación limitada. Para superar esa limitación, se está valorando la posibilidad de utilizar otras bacterias como vectores, sin descartar el uso de virus y hongos con esa finalidad. De lo que se trata es de garantizar de forma simultánea la seguridad y la especificidad del tratamiento.
Veremos, para acabar, uno de los últimos pasos dados en esa dirección. Todos hemos oido hablar o hemos leído algo acerca del maiz Bt, más conocido por su nombre comercial, MON810. Se trata de un maiz modificado genéticamente, desarrollado con el fin de evitar el ataque del taladro, un insecto muy voraz que se alimenta de las hojas de maiz que se cultiva en zonas templadas y cálidas. Mediante el uso de procedimientos biotecnológicos, en el genoma de la semilla del maiz se ha introducido el gen que codifica la síntesis de la proteina bacteriana (Bt) que resulta tóxica para las orugas de lepidópteros. Gracias a ello no es necesario el uso de las esporas de Bacillus thuringiensis ni de ningún insecticida, puesto que la propia planta contiene la sustancia que acaba con el taladro.