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¿Insecticidas o exterminadores de animales?

Aunque parezca mentira, no todos los insectos nos perjudican; es más, la mayoría no lo hacen. Pero hay especies que pueden causar graves daños, tanto de índole sanitario como económica. Esa es la razón por la que se han realizado numerosas investigaciones, principalmente durante la segunda mitad del siglo XX, en busca de sustancias que sirvan para combatir las epidemias que ocasionan.

Los primeros insecticidas de síntesis se produjeron en la década de los cuarenta y durante veinte años se desarrollo un importante esfuerzo para sintetizar diversos compuestos químicos. Los esfuerzos resultaron ser exitosos, ya que los insecticidas que se llegaron a comercializar durante esos años cumplieron a las mil maravillas el objetivo perseguido. De hecho, lo cumplieron tan bien, que en la actualidad está prohibido el uso de varios de ellos y el de otros está muy regulado debido a los problemas de toxicidad que han generado. Claro que, en esto también, hay diferencias entre países. ¿Pero qué es lo que tienen esas sustancias para resultar tan dañinas?

Los insecticidas denominados convencionales están basados en compuestos que son dañinos para los animales. Hay cuatro grupos principales: organoclorados, organofosfatos, carbamatos y piretroides[1]. Son sustancias muy efectivas ya que su modo de acción está basado en sus efectos sobre el sistema nervioso. De hecho, desorganizan el sistema de coordinación y control de los insectos.

Para ser precisos, organoclorados y piretreidos afectan al impulso nervioso, de manera que obstaculizan la generación y transmisión de señales nerviosas. En lo esencial, un impulso nervioso consiste en un cambio transitorio en la polaridad eléctrica de la membrana del axón neuronal, -al que se denomina despolarización-, que se desplaza desde el cuerpo de la neurona (desde su cono axónico, para ser más precisos) hasta las dendritas. Esa despolarización transitoria ocurre debido a la apertura y posterior cierre secuencial de unos canales de sodio (primero) y de potasio (después) cuyo estado, abierto o cerrado, depende a su vez del potencial de la membrana; esto es, son canales dependientes de voltaje. Pues bien, el efecto de organoclorados y piretreidos está basado en que obstaculizan el normal funcionamiento de esos canales de sodio dependientes de voltaje.

Sin embargo, la acción de carbamatos y organofosfatos es distinta y se basa en que limitan la actividad de la enzima acetilcolinesterasa. La acetilcolina es un neurotransmisor, un mensajero químico que transmite señales desde las dendritas de una neurona hasta una célula muscular con la que establece conexión sináptica; esas señales dan lugar a la contracción del músculo. El neurotransmisor es liberado desde la dendrita a la hendidura sináptica, desde donde se une al receptor en la célula muscular. Las moléculas de neurotransmisor se podrían unir a sus receptores una y otra vez, de forma que estarían ejerciendo su efecto de forma permanente, si no fuera porque tras un periodo de tiempo muy breve, son inactivadas en la hendidura sináptica debido a la acción de la enzima que acabamos de citar, la acetilcolinestarasa, que hidroliza las moléculas de acetilcolina. Así pues, en condiciones normales esa enzima se ocupa de finalizar la transmisión sináptica. Ahora bien, si la enzima en cuestión ve limitada su acción por el efecto de organofosfatos o carbamatos, entonces las moléculas de acetilcolina no dejarán de unirse con sus receptores, con lo que se provocará una hiperestimulación del músculo, esto es, su contracción permanente y, por lo tanto, parálisis muscular.

En la entrada “Botox”, además de ocuparnos de los efectos de la toxina botulínica, vimos que el veneno del arácnido “viuda negra” provocaba la liberación permanente de acetilcolina y, en consecuencia, contracción muscular permanente y parálisis también. En el caso que nos ocupa aquí, sin embargo, la liberación del neurotransmisor es normal, pero su actuación está muy magnificada debido a que la tarea de la acetilcolinesterasa ha sido dañada.

Como puede deducirse de lo dicho hasta ahora, el efecto de estos insecticidas es universal, y ese es, precisamente, su principal problema. No diferencian entre insectos perjudiciales y no perjudiciales; ni siquiera diferencian entre insectos y otros animales. La única forma de limitar el ámbito de actuación de estos insecticidas es ajustando la dosis, ya que teniendo en cuenta que los insectos son animales pequeños, la dosis que ha de utilizarse es relativamente baja; eso limita el daño que puede causarse a los animales de mayor tamaño, pero es inespecífico con los que son similares o de menor tamaño que los insectos con los que se pretende acabar. Así pues, hay un enorme margen para generar “daños colaterales”.

Por otro lado, la mayoría de estas sustancias son muy insolubles en agua, lo que dificulta su eliminación por parte de los organismos. Como consecuencia de ello, suelen acumularse con facilidad en los tejidos, por lo que se transfieren, acumulándose, a lo largo de la cadena trófica. Algunos permanecen largo tiempo en las zonas en que se han aplicado o en sus inmediaciones. Teniendo en cuenta todo lo dicho, se entiende con facilidad que el uso generalizado de estos insecticidas durante varias décadas haya provocado graves daños ecotoxicológicos.

Las cosas no acaban ahí, porque otra de las consecuencias de su uso durante largo tiempo es que han surgido variedades resistentes a los insecticidas, y eso hace que la guerra contra esas variedades sea cada vez más difícil. El ejemplo más cercano entre nosotros de ese fenómeno lo tenemos con los piojos. Cada vez es más difícil eliminar los piojos que aprecen con frecuencia creciente en el cuero cabelludo y pelo de nuestros escolares, porque el uso de diferentes tratamientos ha acabado ocasionando una gran resistencia a los insecticidas entre los piojos. Por esa razón es tan importante no realizar tratamientos “preventivos”. Sólo hay que recurrir al uso de insectidas cuando no hay más remedio.

Teniendo en cuenta estos problemas, en la actualidad hay un gran interés en el desarrollo de insecticidas limpios, los denominados “biológicos” o “ecológicos”, cuya principal característica debiera ser su especificidad.



[1] Algunos ejemplos: DDT y Lindano son organoclorados; Paration, Malation y Mevinfos son organofosfatos; Carbaril y Aldicarb son carbamatos; y Permeritina y Fenvarelato son piretroides.

Por Juan Ignacio Pérez

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