El ordenador, la electricidad, los coches, la televisión, los móviles, Internet…, son logros tecnológicos que damos por hecho, están ahí y sólo desaparecerán si surge una tecnología superior, pensamos. Tenemos grabada a fuego la idea de que el progreso es lineal, acumulativo, continuo, irreversible; quinientos años de civilización occidental a la cabeza del mundo nos dan esa seguridad. Louis Le Comte, un misionero jesuita que viajó a China en 1687, dejó un testimonio claro de la diferencia radical entre la cultura china y la europea: “Los chinos valoran más el objeto más defectuoso de la antigüedad que el más perfecto de los modernos, siendo en ello muy diferentes a nosotros -los europeos-, que sólo amamos lo que es nuevo”. Pues bien, esta seguridad es falsa. Mucho más de lo que nos podemos imaginar.
Empecemos por la propia China. A ella le debemos el papel, la pólvora, la imprenta, los compartimentos estancos de los barcos y un sinfín más de innovaciones. Hacia el año 1400 tenían los conocimientos más que suficientes para lanzarse al mar y adelantarse a los europeos en la llegada a América. Su civilización era tan rica, que incluso quienes les conquistaban (caso de los mongoles) acababan siendo asimilados. Eran el ‘imperio celeste’, el centro mismo del universo. Pues bien, tanta superioridad hizo que se durmieran en los laureles de la gloria y se olvidaron de algo tan básico para un imperio como los cañones. Los conocían desde el siglo XIII, pero dado que sus enemigos no los tenían, dejaron de utilizarlos. Las murallas de las ciudades tenían emplazamientos para ellos, pero estaban vacíos. Así de simple. Cuando los europeos, que sí que los tenían y los utilizaban mejor que bien, llegaron a sus puertas, los chinos vieron la dimensión del problema: en 1621 los portugueses de Macao regalaron al emperador cuatro cañones para granjearse su favor. ¿Sabéis qué sucedió? Que tuvieron que enviar a cuatro artilleros para enseñarles cómo funcionaban.
Los mamelucos egipcios protagonizaron un caso todavía más llamativo: estos olvidaron el uso de la rueda (por si os interesa la referencia, la información procede del libro de David S. Landes ‘La riqueza y la pobreza de las naciones. Por qué unas son tan ricas y otras tan pobres’, pág. 368.) El colmo de los colmos para una elite de guerreros que no utilizaban el carro de combate en una tierra en donde éste se conocía desde tiempos bíblicos. Si una sociedad es capaz de olvidar el uso de un adelanto tan fundamental como la rueda, es claro que no podemos dar por sentado el progreso lineal.
Pero es en Europa donde se encuentra quizás la prueba más palpable de lo que supone un atraso civilizatorio: aquí se (nos) olvidó incluso el hablar bien. Sucedió con la caída del Imperio romano. El latín clásico comenzó a empobrecerse de manera espectacular; simplemente a la mayor parte de la gente le comenzaba a resultar cada vez más difícil entender los textos de Cicerón, César o Polibio. La Edad Media trajo de la mano una caída tal de la vida urbana, del comercio y de la cultura, que simplemente se les olvidó el buen latín. Así, como suena. Las glosas, las primeras palabras escritas en castellano, no son más que las explicaciones que los monjes hacían al margen de los textos latinos, que ya no se entendían. Con la Biblia pasó algo similar. Las autoridades consideraban -seguramente con razón- que era un texto demasiado difícil para leerlo directamente. Por eso proliferaron las colecciones de citas y fragmentos -siempre en latín, claro-. Y también proliferaron preguntas de los más curiosas: ¿el sudor del cuero cabelludo huele más que el de otras partes del cuerpo?, ¿es verdad que se tienen los ojos vueltos hacia arriba cuando uno se acuesta son una mujer o cuando se muere, pero se vuelven hacia abajo cuando se duerme?, ¿los imbéciles son todavía más bestias con luna llena? o ¿las orejas caídas son signo de nobleza?
Otra prueba de regresión se encuentra en el arte. Aproximadamente desde el siglo III d.C., la escultura comienza a hacerse tosca, esquemática, ajena por completo a la realidad. Algunos especialistas han pensado que se trataba de una elección estética -abandonar el realismo-, pero si tenemos en cuenta que se habían olvidado ya de su propia lengua, no parece difícil pensar que simplemente ya no sabían hacerlo. Si os cabe alguna duda, comparad el Augusto de Prima Porta y el busto de Constantino, o los frisos del Partenón con los capiteles del Prerrománico o del Románico
Por imposible que parezca, podría suceder que nos olvidásemos de los ordenadores, de la electricidad, de las técnicas médicas, de todo eso que llamamos progreso tecnológico. Es difícil saber por qué, pero también parecía imposible olvidarse de la rueda y sucedió.