Una de las críticas más repetidas al capitalismo es el dichoso consumismo, la fiebre por gastar y gastar que se alimenta de la publicidad y de la frustración que genera en el consumidor no disponer del último gadget tecnológico o de ropa a la última moda. “El capitalismo genera seres humanos infelices”, dicen con razón muchos críticos de izquierda. (Hay en esta crítica una notable paradoja: ensayistas como Zygmunt Bauman o Vicente Verdú subrayan este defecto del capitalismo actual y lo confrontan con los valores del capitalismo “sólido”, el de la primera modernidad, el que apelaba al trabajo duro, al ahorro, a un estilo de vida pacato… Curiosamente fue ese primer capitalismo el que denunció Marx, con lo que el resultado es el siguiente: los escritores de izquierdas acaban echando de menos el mundo denunciado por su maestro).
Ahora bien, ¿qué es lo que ha hecho el capitalismo al convertir el natural consumo en consumismo? A lo largo de la historia, sólo unos pocos, los ricos, han podido disfrutar de bienes de consumo suntuarios, es decir, de productos no necesarios para la supervivencia pero muy estimados por su rareza, belleza o cualquier otro rasgo fuera de lo común. El resto tenían que conformarse con vivir en el nivel de subsistencia, es decir, con la comida y el abrigo. Y esto, cuando lo conseguían.
Sin embargo, desde 1870 algo cambió: el capitalismo norteamericano, con su sistema de producción en serie que permite estandarizar la producción y rebajar el precio, hizo que la gente corriente pudiese acceder a esos productos superfluos que sólo los ricos tenían hasta entonces. El profesor de Harvard, David S. Landes, lo expresa así en ‘La riqueza y la pobreza de las naciones’: “El mundo había aprendido a convivir con la prodigalidad y los caprichos de los ricos y acomodados, pero ahora, por primera vez en la historia, hasta la gente corriente podía aspirar a poseer bienes de consumo duraderos que las sociedades tradicionales consideraban justo patrimonio exclusivo de unos pocos” (pág. 285). Y hablamos de objetos ahora tan comunes como un reloj de pulsera, una bicicleta, un teléfono o un automóvil. Para completar el círculo, sólo faltaba que surgieran las fórmulas económicas para poder pagar estos caprichos consumistas: compra a plazos, créditos al consumo, derecho a devolver la mercancía o cambiarla…
La pregunta entonces es la siguiente: ¿a quién ha beneficiado más el capitalismo? En las sociedades en las que se ha implantado, a la gran mayoría de la población. Milton Friedman -sí, el gran defensor del capitalismo sin trabas- lo argumenta de forma contundente en ‘Libertad para elegir’: “En la antigua Grecia a un hombre rico le hubiera beneficiado bien poco la fontanería moderna: los criados que corrían reemplazaban al agua corriente; en cuanto a la televisión y la radio, los patricios romanos podían disfrutar de los principales músicos y actores en su casa y podían disponer de los artistas más importantes a modo de criados domésticos. Adelantos como la ropa de confección o los supermercados podían añadir poco a su vida. Esta clase adinerada sí hubiera acogido bien los perfeccionamientos de los transportes y la medicina, pero los grandes logros del capitalismo occidental hubieran beneficiado primordialmente al hombre cotidiano” (p. 234).
El sociólogo Peter L. Berger -otro acérrimo capitalista pero en ningún caso idiota- escribió una vez que la gran ventaja del socialismo sobre el capitalismo es su ‘capacidad mitopoyética’. ¿Qué significa esto? Que el capitalismo no enamora, no se gana el corazón de nadie, porque ‘sólo’ da dinero. El socialismo, por el contrario, promete una sociedad perfecta, un paraíso que por lejano que parezca, es alcanzable. Y esto sí enamora. ¿A quién no le atrae el paraíso? En definitiva, ambos sistemas no compiten en el mismo plano, porque mientras el capitalismo ofrece realidades (mirad a vuestro alrededor y decidme lo que veis), el socialismo ofrece promesas, una utopía a la que la realidad no puede derrotar. Ya se sabe que la esperanza es lo último que se pierde.
P.D. Se podría argüir que los países subdesarrollados son las víctimas del bienestar capitalista. Lo nosotros tenemos se debe a que se lo hemos quitado a ellos. En un próximo post hablaré sobre ello, pero el asunto no es tan sencillo. La economía no tiene por qué ser un juego de suma cero -un partido de fútbol es un juego de suma cero: si uno gana es porque el otro pierde y viceversa- y es posible que uno sea más rico sin que otros sean más pobres. La clave es el crecimiento económico, hacer más grande el pastel a repartir