En España el arbitrismo tiene larga tradición. Su época dorada fue durante el periodo de los Austrias, pero sigue. El arbitrista “encontraba” soluciones a los problemas de la monarquía y escribía su memorial que propugnaba una medida que restauraría la salud pública. Los arbitristas solían proponer soluciones sencillas para problemas complejos. A alguna reformilla le atribuían la capacidad de arreglarlo todo.
Los arbitristas no escriben hoy memoriales. Se dedican a la política. Están en el Gobierno, en la oposición, en las autonomías.
Las autonomías son verdaderos nidos de arbitristas, dispuestos a corregir de un plumazo males históricos creados por el opresor Estado centralista. Los presidentes y consejeros autonómicos vierten sus soluciones milagrosas en cualquier aspecto de la gestión. Piensan que un reglamento local de toros arreglará el mundo taurino, que modificaciones locales de los libros de texto levantarán a la infancia o que cambios locales en la Sanidad extenderán ipso facto la buena salud. Cuando a un arbitrista autonómico le dan la responsabilidad de Sanidad, Educación y etcétera se lanza a largar decretos que agilicen la administración y gestión.
El resultado suele ser el contrario. La burocracia se burocratiza aún más, la gestión se anquilosa, además de acentuarse su diferenciación autonómica. Después hay que montar comisiones estatales (interautonómicas) para coordinar y homogeneizar, como acaba de pasar en Sanidad. Hay que llamarlas comisiones estatales, pues si se las dijese comisiones nacionales se mosquearían los nacionalistas – y los demás, pues nadie quiere que le ganen a nacionalista –, no irían y todo se bloquearía.
Al arbitrismo contribuye la escasa profesionalización de nuestra administración. Los altos funcionarios se quedan en grados muy bajos; los medios y altos se los quedan los políticos y apañadores de partido. La construcción autonómica ha sustituido a funcionarios por políticos de corto recorrido, pues para alcanzar una consejería, viceconsejería y demás marquesados no suele exigirse gran experiencia de gestión previa. A veces hasta se los prefiere frescos. Sin experiencia ni conocimientos, a los que se suponen vicios que adocenan y quitan autenticidad. Los mandos autonómicos no necesitan haber viajado por la administración de la cosa pública, para hacerse una idea. Basta que se manejen por la plaza mayor y los alrededores de la catedral. Su adanismo hace el resto.
Los arbitristas campan a sus anchas por las autonomías, que son su ámbito natural. Pero últimamente los encontramos más arriba. También la administración central se ha poblado de aficionados con soluciones mágicas. El arbitrismo es lo que se lleva esta temporada, a lo que contribuye el carácter azaroso de la selección del personal político, para lo que no suele contar ya ni mérito ni experiencia. Gusta el arbitrismo porque lo de solucionar de forma simple los problemas complicados tiene un toque fantástico. Encaja con nuestra cultura poblada de superhéroes y varitas mágicas. La política española se ha convertido en un debate de arbitristas. Eso sí, los del XVII tenían un aire más serio. Al menos escribían memoriales.
Nos anuncian medidas simples y de ellas se esperan beneficios inmensos. Arbitrismo puro. Quizás se deba a que los mandamases piensan que a los ciudadanos no les entran planteamientos con más de una variable. O a lo mejor la razón está en que han llegado a la cumbre no por su sofisticación intelectual sino por su incapacidad de imaginarse que hay más de una alternativa, por lo que se lanzan sobre ella a la brava, lo que siempre arrebata. O por su insistencia vocacional en una única materia, que en su imaginario congrega todo el universo mundo, lo que propicia la simpleza.
De lo alto nos llega la buena nueva de medidas sencillitas, sobre las que se hace pasar la solución a la crisis y a todo. Los 400 euros de devolución en la renta relanzarían el consumo y nos devolverían a la recta vía. Ahora el ahorro del 20 % de calefacción en 2.000 edificios públicos nos aliviará 3.000 millones de euros y propagará por doquier la eficacia energética. Aquí el arbitrismo ha pecado de pacato. ¿Por qué no 4.000 edificios públicos y un ahorro del 25 %? Nos ahorraríamos 7.500 millones, una pasta gansa, y ganaríamos gran estima, además de salir de la crisis. Otrosí: si el Gobierno comprase cuatro bufandas por familia y las repartiese con certeras instrucciones (junto a otra bombilla de bajo consumo) quizás el próximo invierno ahorraríamos el 10 % del consumo energético doméstico, por no citar el impulso que recibiría la industria textil, que contribuiría a que remontase el PIB.
Realizada mi contribución arbitrista a la prosperidad, hay que señalar que la oposición al gobierno arbitrista también lo es. Como cuando cree que no subir los impuestos (o bajarlos) – así, sin más explicaciones – será el revulsivo para que vuelva a amanecer. O hacer lo contrario que este Gobierno.
Gustan las grandes soluciones simples. El problema escolar se solucionará con un ordenador por niño. Los déficits de la investigación con una ley apañada que reestructure. Los de la Universidad con reformas de planes que cambien todo a coste cero. La insostenibilidad económica con molinos de viento. Otro Guggenheim nos regenerará. Con un mundial de fútbol estaremos en la gloria. A ver si nos hacemos con un circuito de Fórmula I o de motos: saldremos en la tele, nos conocerán y nos consumirán. Hagamos una Expo, una Copa América, un Europeo, una cancha de tenis. Los grandes eventos son el último logro conceptual del arbitrismo.
Publicado en El Correo