Los ecologistas están que ni se lo creen. Los políticos del régimen les hacen el trabajo. Propagan sus ideas, las legitiman. A los socialistas y populares les parecen bien las centrales nucleares pero abominan de sus efectos. ¿No es lo mismo? Montilla – catalán del PSE – y Cospedal – castellano-manchega del PP – coinciden por fin: no quieren que en sus comunidades autónomas se coloquen los residuos nucleares. El Parlamento y sus partidos creen que debe haber cementerio para acogerlos – entre otras razones, por seguridad -, hay ayuntamientos en sus comunidades autónomas que quieren tenerlos, pero ellos se indignan. Sienten que les puede pasar factura electoral en su autonomía. Es puro localismo, la negación práctica de que existen intereses colectivos y de que los políticos deberían definirlos y defenderlos. Hacen lo contrario. Enarbolan la bandera de los agravios regionales, choquen o no con intereses municipales o nacionales. Al parecer éstos les traen el pairo. Ni se molestan en rebatirlos. Lo importante es su chiringuito.
Es el efecto NIMBY (No in my backyard), “no en mi patio trasero”. En España este síndrome hace estragos. Sobrepasa el terreno de la movilización vecinal o ecologizante y se convierte en elemento informador de políticas autonómicas, que se mueven en su sazón cuando van contra la gubernamental. Consiste en oponerse a determinados equipamientos no porque se discrepe de ellos, sino porque se sitúan cerca. Que se construyan cárceles, centrales nucleares o térmicas, vertederos… pero que se construyan lejos. No en mi patio. Que se reparta el agua, pero que no me toquen mis ríos. Con frecuencia se ven o leen reportajes sobre cómo los países desarrollados europeos o Estados Unidos exportan basuras, residuos plásticos o peligrosos a los del tercer mundo – o que se instalan allí industrias contaminantes – e indefectiblemente el discurso adquiere un tono moral, indignado por tales comportamientos, que se presentan como ajenos pero que son los que queremos nuestros.
El pensamiento Nimby tiene efectos destructores, por difundir mentalidades ventajistas: sólo nos toca el lado bueno del progreso. Queremos móviles, pero que las antenas estén lejos, pues aunque no haya pruebas de que son perjudiciales, por si acaso… No ha de haber residuos nucleares – y por tanto tampoco centrales, pues hoy por hoy no hay éstas sin aquellos -, pero cuando hay que importar electricidad se trae de Francia, que la produce en centrales nucleares. El mal, si lo hay, que quede en un lugar remoto.
Estos planteamientos localistas están llamados a hacer furor en España, de por sí bien dotada para la lucha regional, para el combate entre sus partes y para ver el mundo con las anteojeras de la plaza del pueblo.
Con estos mimbres resulta imposible establecer incluso la hipótesis de que existe un bien general. Ni el gobierno establece criterios ni los partidos los consensúan internamente. No se atreven, para no desatar sus luchas tribales intestinas. El propio concepto de bien común resulta inimaginable si ha de compaginarse con todos y cada uno de los intereses electoralistas y con el politicocorrectismo ambiental. Sobre todo si los partidos de gobierno no tienen programas nacionales para las cuestiones delicadas y lo dejan todo al albur de las luchas entre sus baroncillos. O si, como en este caso, los propios mandos – Montilla y Cospedal no son unos mindunguis entre los suyos – dan pábulo o alimentan los prejuicios que oficialmente combaten.
Lo peor del caso, lo que alienta la idea de que la pequeñez se impone sobre los intereses generales, es el perverso recurso al término solidaridad. Antes la palabra solidaridad tenía connotaciones nobles, progresistas, fraternas, la idea de que hay que echar una mano al que va peor. La solidaridad se ofrecía, se daba con gusto, representaba la concordia. Ahora la solidaridad se usa para exigírsela a los demás, venga o no a cuento – sobre todo si no viene – y se usa para defender los localismos.
En eso están de acuerdo. Montilla dice que otras comunidades autónomas tienen que quedarse con los residuos “por solidaridad”, porque los catalanes ya cumplen con su cuota al tener centrales y que los demás apoquinen, pues les toca lo suyo: no parece un argumento verosímil viniendo de un ex-ministro de Industria que no explicaba que lo nuclear es el mal. Pero vivimos en la inverosimilitud. De hecho, a Montilla la palabra solidaridad, que no se le cae de la boca, le vale para todo: para pedir más financiación, para el Estatut, para deshacerse de residuos. Aunque su concepto de solidaridad varía según si los solidarios son sólo catalanes o están también los de fuera. La definición local del concepto que hizo hace un par de años, cuando había problemas de agua en Barcelona y había que llevarla del Segre, no tiene desperdicio: “estoy seguro [de] que ningún catalán, viva donde viva, quiere para otro compatriota lo que no quiera para él”. Para los no compatriotas es otra cosa. Se diría.
Cospedal no anda muy lejos: “La solidaridad en materia nuclear se debe repartir entre todas las regiones de España”. Seguramente quiere decir “carga” donde pone “solidaridad”, pero si es así no se entiende el entusiasmo del PP por las centrales.
Aquí no encaja el nombre de solidaridad, ya que la conciben de forma ramplona y exclusivista. Es solidaridad arrojadiza, de echar en cara. Al margen de este victimismo electoralista no se apela a criterios racionalizadores, a análisis, a estudios de expertos, a la búsqueda de soluciones comunes a problemas compartidos. España se gestiona desde el síndrome de Nimby institucional.
Publicado en El Correo