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¡Cuidado, que vuelven Butthole Surfers! (un texto repescado)

El periódico tiene una revista digital de música para suscriptores, Musi-K, en la que suelo publicar un texto todas las semanas (alguna vez ya ha asomado alguno por aquí). He acabado especializándome en pequeños perfiles de artistas veteranos y más o menos esquinados, es decir, en lo que más me interesa: por ahí han ido saliendo DAF, Throbbing Gristle, Ulver, Doctors Of Madness, el Radiophonic Workshop de la BBC, Der Plan, Andreas Dorau, Television Personalities, The Fall y otros sospechosos habituales, codeándose alegremente con gente actual como Solange, Myrkur o Shilpa Ray. He pensado que, para aliviar el vacío de estos días a caballo entre dos años, voy a recuperar en abierto una selección de esos cincuenta y tantos textos: he elegido siete que me parecen especialmente divertidos, curiosos o interesantes. En algún detalle se habrán quedado desactualizados, pero la esencia sigue valiendo. Empezamos con este, que sí está al día porque salió la semana pasada y porque, al fin y al cabo, no pasa de ser un ramillete de viejas anécdotas.

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butthole-surfers

 

Lo más chocante de la biografía de los Butthole Surfers podría ser el hecho de que sus dos fundadores y piezas centrales (el vocalista Gibby Haynes y el guitarrista Paul Leary) fuesen estudiantes aventajados en la universidad. Gibby, de hecho, ya había conseguido un buen puesto como contable cuando empezó con la banda, a comienzos de los 80, y Paul decidió abandonar los estudios a punto de doctorarse en Administración de Empresas. Esa inesperada formalidad juvenil no cuadra con nada de lo que vino después, porque la trayectoria de los Butthole Surfers es probablemente la más demencial de la historia de la música popular, un puro delirio en el que resulta difícil discernir el mínimo vestigio de sensatez, cordura o responsabilidad. Muy pocos anecdotarios roqueros pueden competir con las sucesivas muestras de extravío mental e inadaptación social que caracterizaron a la banda texana a lo largo de los 80.

¿Por dónde empezar? Quizá por lo más obvio, sus conciertos, con una puesta en escena a medio camino entre el circo de freaks y la pesadilla inducida por el ácido. En sus tiempos más salvajes, cuando llevaban dos baterías que parecían gemelos (King Coffey, que continúa en la banda, y Teresa Nervosa), las actuaciones de Butthole Surfers eran imprevisibles y a menudo terroríficas. En un ambiente saturado de humo, con un montón de luces estroboscópicas que parpadeaban sin clemencia, aprovechaban como telón de fondo varias proyecciones simultáneas y a menudo superpuestas: usaban películas de autopsias, de operaciones de cirugía plástica, de deformidades anatómicas, de explosiones nucleares, de factorías cárnicas, de arañas devorando a sus presas… Gibby Haynes vociferaba por su megáfono, se arrojaba al suelo para hacer reventar sus condones rellenos de falsa sangre, prendía fuego a los platos de la batería con alcohol de quemar, rociaba al público con un spray lleno de orina, despedazaba animales disecados y se comportaba, en general, como un orate en progresivo estado de desnudez. Claro que ese apartado, el de la escasez de ropa, lo tenía ya cubierto su bailarina desnuda, Ta-Da The Shit Lady, que al menos en una ocasión acabó manteniendo relaciones sexuales con el vocalista en pleno escenario.

Esa era su rutina, el plácido día a día, pero ha pasado a la historia un concierto de 1987 programado a hora temprana y anunciado para todos los públicos. Nadie entiende qué empujó al cándido productor a adoptar aquella determinación temeraria. Por supuesto, Ta-Da no se privó de bailar con los pechos al aire, pero la situación se complicó cuando Paul Leary se sacó el pene (en cualquier historia de este grupo asoman varias veces los genitales de sus componentes) y Gibby empezó a gritar ocurrencias como «¿no odiáis cuando vuestro padre entra a la habitación y tenéis una botella de vino metida por el ano?». En algún momento, el vocalista se prendió fuego y salpicó de combustible a los responsables de seguridad, mientras amenazaba con acercarles también el mechero.

Hablamos de una banda que, según la leyenda, se mudó a Georgia solo para acosar a R.E.M., aunque en otras versiones sostienen que decidieron su nueva base de operaciones lanzando un dardo sobre un mapa. Allí se establecieron en una casa sin muebles y se pasaban la mayor parte del tiempo en su destartalada furgoneta, junto a un pitbull bautizado como Mark Farmer de Grand Funk Railroad en dudoso homenaje al músico aludido. Resulta difícil decidir qué anécdotas resumen mejor su talante carnavalesco, escatológico y, en general, grotesco. Tras un concierto en Atlanta, acabaron de fiesta en una casa donde también estaba la hija de Jimmy Carter, el expresidente de Estados Unidos. A Gibby le pareció muy divertido frotar el escroto en un maletín de la chica y, después, todos pudieron contemplar con imaginable alborozo cómo Carter llegaba a recoger a su hija y metía personalmente el equipaje en el maletero. La última: ya en este siglo, en una de sus reuniones, actuaron en el festival All Tomorrow’s Parties. Gibby se quedó dormido en el comedor del festival, durante el desayuno, y no le gustó que una vigilante le despertara. Su reacción, desenlace lógico de su alterado funcionamiento neuronal, fue chuparse un dedo e introducírselo a la buena mujer por un agujero de la nariz.

Tratamos, en fin, de un grupo que se llama Butthole Surfers (traducible por los surfistas del ojete) y que en alguno de sus álbumes prescindió de títulos y los sustituyó por dibujitos asquerosillos. Pero, abandonando ya la apabullante trivia que acumularon estos personajes, hay que puntualizar que también se trata de una de las propuestas más personales e insobornables del rock alternativo estadounidense de los 80: los Butthole Surfers trazaron una senda radicalmente individual que fascinó a figuras posteriores como Kurt Cobain o los miembros de Soundgarden, aunque resulte difícil encontrar en ellos su herencia sonora. Incluso dentro de su generación (que incluye a ilustres como Sonic Youth, Dinosaur Jr., Big Black, Hüsker Dü o, ya más tardíos, los Pixies), la cuadrilla texana destacó siempre por su música enajenada y su talante marciano. Los texanos procedían de la habitual escena hardcore, pero evolucionaron hacia una suerte de hippismo post-punk, lo que un crítico de Noisey ha descrito con acierto como «una versión repelente de Grateful Dead». Sus guitarras lisérgicas (en su caso no es un decir, porque solían añadir LSD al bol de cereales del desayuno) lo mismo remedaban a Black Sabbath que se demoraban en extraños interludios ruidistas, donde también sacaban partido de voces extraídas de grabaciones. El efecto es caótico y a la vez estimulante, sobre todo en sus primeros álbumes, porque más tarde evolucionaron hacia un sonido más vendible dentro de su esencial anormalidad. Ah, también conviene mencionar dos actividades paralelas de Gibby Haynes: su proyecto P (sí, P, así se llamaba) en compañía de Johnny Depp y su colaboración con Ministry en la anfetamínica Jesus Built My Hotrod, que quizá se haya convertido en su interpretación más conocida fuera de Estados Unidos.

La noticia es que los Butthole Surfers están de vuelta, con una formación de cuarteto que completa su ya veterano bajista Jeff Pinkus. El mes pasado se relanzó en vinilo Locust Abortion Technician, comúnmente aceptado como su obra magna, y se inició así un programa de reediciones que va a prolongarse a lo largo de 2018. Este retorno al candelero ha servido de estímulo para que el grupo retome la actividad creativa y anuncie un nuevo álbum, que constituirá su primer material nuevo desde 2001. «Nadie ha sacado un disco decente con 35 años de carrera. Bueno, excepto Johnny Cash, pero nosotros no somos Johnny Cash. Va a ser un camino complicado para hacer un disco que sea presentable», ha declarado Gibby Haynes a Rolling Stone. Y Paul Leary ha avanzado que el disco contendrá «canciones de rock, algunas cosas ambientales y también cosas realmente estúpidas», siempre fiel a uno de los lemas de la banda: el rock debe resultar odioso.

 

Por Carlos Benito

Sobre el autor

Periodista de El Correo. Nací en Logroño, estudié en Pamplona, vivo y trabajo en Bilbao.


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