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Regreso al universo Cure

 

 

El otro día escribí por ahí que un concierto de The Cure viene a ser como una estancia en su universo particular, que para muchos también es el universo donde pasamos buena parte de nuestra adolescencia: se trata de un lugar reconfortante en el que suele reinar la tristeza poetizada, puntuada por súbitos arranques de alegría efervescente. Es un mundo, en fin, donde tanto la estética y la gestualidad de Robert Smith como las carreras por el escenario del bajista Simon Gallup, carentes de todo vínculo con la música que interpreta, son cuestiones absolutamente lógicas y admirables. Y esa dimensión de The Cure como refugio convierte sus directos en algo muy difícil de valorar, al menos para mí, que soy fan y perdí la objetividad a los 15 años, cuando me envenenó definitivamente la primera cara del Standing On A Beach: anoche en el BEC, desde el sitio donde estábamos nosotros, buena parte del concierto (Inbetween Days, Lovesong y Push, por ejemplo) sonó entre regular y mal, sin definición ni pegada, con la batería floja y las guitarras y teclados perdidos en algún estrato de una masa confusa. Y, a pesar de esa molesta decepción, fui muy feliz, qué le vamos a hacer.

Lo cierto es que plantearon un concierto raro, con un setlist desequilibrado brutalmente en favor de determinados álbumes. No seré yo quien se queje de que cayesen ocho (¡ocho!) temas de Disintegration, que al fin y al cabo es mi disco favorito de los Cure y uno de mis discos favoritos en general, pero me da pena que no sonase nada de Faith, de Pornography (ni siquiera la imprescindible One Hundred Years) ni de The Top. El arranque, con esa ráfaga envolvente y evocadora de Plainsong, Pictures Of You y Closedown, me parece difícilmente mejorable, y el final del concierto propiamente dicho, que regresó al mismo disco a través de Prayers For Rain y Disintegration, fue una cosa desoladora y muy hermosa. Por supuesto, brindo con todas mis fuerzas por la ausencia de material de este milenio y por ese bis de cuatro canciones dedicado íntegramente al misterioso Seventeen Seconds. Ah, y también por haber escuchado al fin Charlotte Sometimes en directo. Y, como siempre, me resigno a que Smith incluya tozudamente en el repertorio tonadillas como Wrong Number o Never Enough, que parecen entusiasmarle por alguna razón para mí indescifrable.

Qué contento parecía ayer Robert Smith, por cierto. Desde el principio del concierto, cuando forzaba los ojos para leer las sinsorgadas de las pancartas, hasta el final, cuando llegó el desmadre de sus bailes de marioneta descoyuntada, el hombre estuvo radiante, relajado y muy simpático, cómodo en un personaje que en realidad es él mismo. Tal vez le hubiese pegado al vinillo en la cena. O tal vez sea simplemente la consecuencia de vivir a tiempo completo en su mundo.

La foto de arriba es del compañero Jordi Alemany. Y este vídeo de abajo lo ha colgado Leeveedad: se oye bastante bien, así que a lo mejor tuve mala suerte con mi ubicación.

 

Por Carlos Benito

Sobre el autor

Periodista de El Correo. Nací en Logroño, estudié en Pamplona, vivo y trabajo en Bilbao.


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