Además de comer hasta la indigestión y beber margaritas, dediqué buena parte de mi mes de vacaciones a leer El ruido eterno, el libro en el que Alex Ross, crítico del New Yorker, hace un repaso a la música culta del siglo XX. Ya, a mí tampoco me gusta lo de culta, me parece un término pomposo y excluyente, pero me temo que el apelativo de clásica no acaba de encajar bien con la música de un siglo en el que algunos compositores se dedicaron a quemar violines o dejar sus partituras sin una sola nota. Me guardé el libro para las vacaciones con la intención de acometerlo de manera metódica, organizada, con paciencia y aprovechamiento, complementando la lectura con audiciones para ver si por fin aprendía algo con un poco de fundamento sobre el tema, pero al final me dejé llevar y lo hice todo de forma compulsiva y anárquica, como de costumbre. En cualquier caso, se lo recomiendo a poco que les interesen los sonidos menos conformistas, incluidos los sonidos menos conformistas de hace un siglo, esos que de una manera un poco absurda muchos aún no hemos sido capaces de asimilar.
Una de las claves del libro es el enfrentamiento, a veces violento, entre facciones de compositores, y su imbricación con los avatares políticos del mundo a lo largo de un siglo tan turbulento y a menudo tan terrible. Siempre sorprende cómo gente muy culta puede ser a la vez muy cerril y muy intransigente, y algunos músicos de las primeras décadas del siglo XX tenían mucha tendencia a emborracharse de vanguardia y despreciar todo lo demás: no bastaba con abrazar la disonancia, había que desterrar todo vestigio de armonía tradicional. Ross cuenta cómo, por citar a dos monstruos enfrentados, al final Stravinski acabó escribiendo música dodecafónica y Schoenberg experimentó un «ardiente deseo de tonalidad», así que imaginen el sentido que tiene perder el tiempo en polémicas estériles.
La página oficial brinda fragmentos sonoros para ilustrar los pasajes clave del libro. Yo les iba a colgar aquí algo bonito, como la Rothko Chapel de Morton Feldman, pero creo que les va a entretener más el Poema sinfónico para cien metrónomos de Györgi Ligeti. Copio a Ross: «Cuando los metrónomos más rápidos se quedan sin cuerda y se paran, telarañas de ritmo emergen de la nube de tictacs. Cuando los últimos supervivientes agitan sus bracitos en el aire, parecen solitarios, tristes, casi humanos». Y no se rían o les añado, para compensar, el angustioso Réquiem de Ligeti.