Extremoduro son difíciles de clasificar, un rasgo que ellos seguramente contemplarán como una virtud, pero que conduce a menudo a tergiversaciones y a concepciones equivocadas sobre su trabajo. Lo más fácil, lo que se ha hecho siempre, es meterlos en el saco sin forma y sin fondo del kalimotxerismo, junto al punk patatero más cerril y cencerril, pero el parecido entre las canciones de Robe Iniesta y –pongamos– Piperrak es bastante anecdótico: si me permiten la exageración, es algo así como el parentesco entre Miles Davis y una fanfarria de peñistas, que también tocan la trompeta y consumen sustancias nocivas. El sonido de Extremoduro tiene poco o nada de punk y la sustancia poética de sus letras los aleja definitivamente de sus supuestos compañeros de viaje, por mucho que los arrebatos procaces y escatológicos de Robe –desde aquel ya lejano “cagó Dios en Cáceres y Badajoz”– les hayan distanciado de muchos aficionados impresionables. Para colmo, su estilo no es moderno sino más bien todo lo contrario, así que muchos críticos se han dedicado a ignorarles con decidida persistencia.
A mí me parecen un grupazo, responsable de algunas de las mejores canciones del rock español de los últimos veinte años. Y su nuevo álbum, La ley innata, tiene una pinta de obra maestra que asusta: ya saben que es una única suite con varios pasajes recurrentes, arreglos ambiciosos y letras que muchos no se atreverían a cantar, ya que los rockeros españoles siempre han sido muy pudorosos al tratar con la belleza. Vamos, que viene a ser un valiente disco de rock al estilo de los 70, cuidado al extremo y con una indisimulada vocación de perdurar. Quizá no sea para todos los gustos, pero yo prácticamente no he escuchado otra cosa en la última semana y, desde luego, no da la sensación de que se me vaya a agotar en mucho tiempo.
(Recuerden que los tienen el sábado en la plaza de toros de Bilbao, mientras yo me embrutezco en los sanmateos. Ah, la foto es de Merche de la Fuente).