Se acabó la Aste Nagusia. Marijaia ha vuelto a su cubil para dedicarse a tareas intelectuales, porque es aficionada al ajedrez y gran lectora de Schopenhauer, aunque en fiestas disimula. La verdad es que uno cada vez se parece más a Marijaia en eso de no salir más que en Semana Grande y quedarse luego hecho un trapo, pero sacaré fuerzas para escribirles un resumen: me he reencontrado con los bocatas de Zapiain y el kalimotxo –ese inquietante brebaje que sólo tolero en fiestas–, he vuelto a espantarme ante los excesos a la vez grotescos e intolerables de algunas txosnas, he consumido fundamentalmente en Sinkuartel y Hontzak –la obsesión de éstos por El Correo se acerca a lo patológico, por cierto–, me he sorprendido al escuchar en El Arenal canciones como el Voy a mil de los primeros Olé Olé, he descubierto que el bilbaíno en fiestas sigue prefiriendo la txosna al bar aunque esté jarreando y he asistido a conciertos buenos, conciertos regulares y conciertos terribles.
En realidad, sólo tuve tres noches musicales. El primer sábado lo pasé divinamente con Munlet en el rock local de Bailén: son chica y chico (los tienen en la foto) y hacen electropunk, es decir, combinan bases electrónicas, estentóreos guitarrazos y letras de descaro nuevaolero. Huimos de Mamba Beat a los tres minutos –ojo, no es que sean malos, es que su estilo no es lo nuestro– y tuvimos una actuación estelar en Botica Vieja: nos presentamos allí a la una, dando por hecho que a esa hora tomarían el escenario The Teenagers, y descubrimos que el trío francés había tocado primero y que nos esperaba un concierto completo de Delorean. Que sí, que suenan muy bien y parecen británicos, pero me aburrí como una ostra modernilla.
El lunes, salí de trabajar y me precipité al rock local, porque había quedado allí. Llegué el primero y me tragué en solitario veintitantos minutos de Patada en la Papada, que deberían convertirse en un grupo tributo de La Polla: no necesitarían cambiar de estilo, porque ya lo calcan, y por lo menos eso les permitiría tocar alguna canción buena. Nos marchamos mientras sonaba el estribillo “hijo de puta, hijo de puta” y fuimos a caer en otro concierto punk: Josu Distorsión y los del Puente Romano en las txosnas. Y qué quieren que les diga, no había color: también son reivindicativos y propensos al lenguaje grueso, pero van sobrados de ingenio en sus discursos descacharrantes, sus ocurrencias líricas y sus ripios siniestrototaleros. Me reí un montón, hasta se me saltaron las lágrimas en un par de momentos. De allí nos marchamos al Antzoki, donde oficiaban Los Derrumbes –instrumentales surf– y los garajeros yanquis The Cynics, imbatibles en lo suyo. ¡Viva el rock y la iniciativa privada!
El jueves, Loan se salieron en Bailén. Quizá su rollo, entre el doom y el post hardcore, no sea para todos los públicos, pero hasta los más recelosos –conmigo iba uno– acabaron dejándose llevar por las poderosas sacudidas que salían del escenario. Acabamos felices, con el cerebro masajeado, y ese bienestar mental nos duró hasta la gran decepción de las fiestas: Siniestro Total en Abandoibarra. Este grupo se ha convertido en un Frankenstein indefendible: la gente va a verlos por sus viejos éxitos, gamberros y cazurros, pero ellos aspiran a ser un grupo adulto con alma de blues; la gente recuerda sus conciertos de hace veinte años, con las canciones enlazadas en un frenesí ramoniano, y se topa con un amante del monólogo que no sabe controlarse entre tema y tema; la gente, en suma, quiere ver a los Siniestro de Miguel Costas, pero tiene que conformarse con los Siniestro de Julián Hernández. Y, para eso, mucho mejor Josu Distorsión. ¿Sabían, por cierto, que Costas tiene banda nueva?