Pocos grupos transmiten tanta sensación de dureza como
Napalm Death. Es cierto que la dureza admite muchas formulaciones y se puede vincular a variables como el ruido, la velocidad o simplemente la capacidad de desquiciar al oyente, pero la banda británica cotiza alto en cualquiera de estas clasificaciones. De hecho, en sus comienzos allá por los 80, estos cerriles mocetones se vieron obligados a inventarse un género para definir esa suma de factores, ya que no estaban dispuestos a ceder un ápice en sus aspiraciones maximalistas: a grandes trazos, tomaron el estruendo del metal, la velocidad del hardcore y la vocación irritante de la electrónica más radical y llamaron
grindcore al monstruoso resultado. La
Wikipedia resulta muy ilustrativa a la hora de analizar sus influencias de partida, ya que entre ellas no hay mucho heavy que se diga: aparecen anarcopunks como Crass o The Ex, pioneros de lo industrial como Throbbing Gristle (véase el
post precedente) y bestias inclasificables como los Swans y su rock machacón y agónico.Es verdad que de aquellos fundadores del grupo no queda nadie –el más veterano es el corpulento bajista Shane Embury, enrolado en 1987–, que ahora hay miles de indistinguibles escuadrones
grincoretas y que Napalm Death dieron la espalda hace mucho a su sonido primigenio y a los excesos absurdos que conllevaba, como esas
canciones de segundo y pico. Pero sus conciertos, como el de esta noche en Durango junto a Suffocation y Warbringer, siguen siendo una experiencia memorable, abrumadora y muy satisfactoria, siempre que no te absorba el habitual vórtice enloquecido y violento de las primeras filas: a veces, conviene admitir que uno es un poquito blando.