Ya saben (y, si no, atraviesen esta puerta hacia la dimensión magoniana) que Robbie Williams se ha retirado del mundo para dedicarse a jornada completa a la ufología. El Guardian ha publicado este fin de semana un alucinante reportaje sobre su asistencia a un congreso sobre abducciones celebrado en Nevada. Al principio, la cosa suena preocupante: el Robbie rasurado de sonrisa lasciva se ha convertido en un freak barbudo, circunspecto y con visera, que colecciona DVDs sobre ovnis y los ve junto a su novia. Pero, poco a poco, su obsesión se va revelando como una simple vía de escape del aburrimiento, como si la cúspide del mundo fuese tan tediosa que no le quedase otro remedio que mirar hacia arriba para ver si aparece algún ser verde que le entretenga. De hecho, primero le dio por los espíritus: intentó pasar la noche en supuestas casas encantadas y trató con un par de videntes que le engañaron y le hicieron perder la fe. “Supongo que eso también podría pasar con los ovnis -admite- y entonces podría continuar con mi vida”. Y también dice: “Aunque se lo inventen todo, está mejor inventado que lo que escriben los tabloides. Es más interesante. Al menos, para mí”.
La verdad es que, cuando nos mofamos de las conductas demenciales de los ultrafamosos, a menudo olvidamos que su punto de partida son unas vidas muy raras, en las que nada parece de verdad. A mí me mandaron a entrevistar a Robbie Williams en un hotel de Bilbao cuando no era más que un ex Take That en busca de fortuna, la centésima parte de popular de lo que es ahora, y eso me permitió atisbar su enfermizo día a día: cuando llegué en taxi, decenas de fans apelotonadas frente a la puerta principal se abalanzaron sobre el vehículo pensando que el pasajero podía ser Robbie (mi apostura de esa época sin duda ayudó) y después me entregaron todo tipo de obsequios para el ídolo, desde peluches con corazones hasta la camiseta del Athletic que finalmente lució para la foto. La habitación del cantante estaba en la planta más alta, pero se seguían escuchando los chillidos histéricos procedentes de la calle. ¡Había desmayos! Y, en medio de todo eso, el tipo me pareció sorprendentemente cercano y… normal, si se tiene en cuenta que había vivido ya varios años en el ojo de ese remolino de pasiones desbordadas y engañosas. Ahora, según parece, ha cambiado una ficción por otra.