La prensa británica anda pendiente estos días de Amy Winehouse. Aun en el caso de que no hayan escuchado jamás la voz de esta chica, seguramente sabrán ya que le va bastante el pimple, porque es un detalle que gusta comentar. Un columnista de Pitchfork citaba este rasgo de Amy como un buen ejemplo de Big Fact, de gran dato, es decir, de esa característica peculiar de un grupo o artista que acaba convirtiéndose en la síntesis de su imagen pública, en la cosa que todo el mundo sabe de ellos, incluso en el caso de que sea falsa: ya saben, Van Morrison tiene muy mal genio, los Cure se cardan el pelo, Loquillo es alto, Shane MacGowan luce una triste dentición (y bebe un poco), Bono es bueno… Y Amy hace honor a su apellido y no suele desdeñar un buen trago, hasta aparece en los tabloides con una botella de Jack Daniels en la mano, que ya saben que es algo que la sociedad mira con condescendencia, como si el alcohol fuese un vicio simpático e inocuo.

El revuelo de esta semana viene porque la chica ha ingresado en un hospital para que le laven el estómago y le pongan el chute de adrenalina a causa de una presunta sobredosis. De droga, claro. Las alarmas han saltado en el Reino Unido ante la posibilidad de que su nueva diva canalla se autodestruya, y me parece que bajo esa preocupación late cierto reconocimiento de la autenticidad del personaje: Pete Doherty es bastante fantoche y nadie se inquieta mucho por él, lo miran como a un confundido esteta del libertinaje, pero Amy Winehouse parece combatir contra poderosos demonios interiores que intenta acallar, así que algunos medios se han tomado muy en serio el caso y han emprendido una campaña para hacerla reaccionar mientras sea posible. Y yo me sumo de buena gana, porque su voz me gusta mucho y quiero que siga cantando por muchos años cosas como Rehab: «Intentaron hacerme ir a rehabilitación, pero yo dije no, no, no».