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Íñigo Domínguez

Íñigo Domínguez

Por qué media Grecia votará no: por dignidad

En el resto de Europa los griegos tienen mala prensa, como unos caraduras o unos niños viciados, una corriente dominante que parte de Bruselas, amplificada por la mayoría de los medios, muy presentes en la capital comunitaria. Suele ser un sentimiento basado en datos, que no ve las personas. Cuando alguien pontifica se nota bastante si ha estado o no últimamente en Grecia. Es tal el efecto de persuasión que los propios griegos ya lo han interiorizado y están esfumándose: las personas ni nacen ni mueren, simplemente desaparecen. La natalidad es la más baja del mundo -1,30 hijos por mujer, sólo superada por Hong Kong- y es como si la gente, de modo misterioso, se muriera menos. “Es decir, supongo que se seguirá muriendo igual que siempre, o más, pero aquí cada vez trabajamos menos, y sobre todo esta semana no ha venido casi nadie”, explica el dependiente de una agencia de pompas fúnebres en Byronas, un populoso barrio de Atenas de 100.000 habitantes. ¿Pero entonces qué hace la gente cuando alguien se muere? El empleado funerario se encoge de hombros con una sonrisa triste. ¿Los meten el congelador? Otra sonrisa.

El ayuntamiento de Atenas sí ha decidido esta semana, entre las medidas excepcionales del corralito, congelar el pago de los funerales en el servicio público municipal. Se celebran pero se podrán pagar más adelante, nadie sabe cuándo. En el escaparate de esta funeraria pone que cobran un funeral “desde 850 euros”. La gente consigue pagar haciendo una colecta entre amigos y familiares y al menos mantiene la última dignidad exigida, un entierro digno. Una vecina, Irene, cuenta que en 2006, cuatro años antes del inicio de la crisis, pagó en esta misma agencia 8.000 euros por el funeral de su madre. Diez veces más. Pero es que ahora 850 euros son un sueldo decente. Si no tienes donde caerte muerto, pues no te caes. La patronal helena ha calculado que el 49% de las familias del país depende de un subsidio de algún tipo, su única fuente de ingresos: cinco o seis personas que viven de la pensión de un jubilado, o con la ayuda por un hijo discapacitado. Los más débiles sostienen a los demás y si se muere el abuelo, adiós dinero. Evidentemente ha aumentado la picaresca para disimular fallecimientos.

Aunque parezca suicida que los griegos voten ‘no’ es un hecho que la mitad del país lo hará, e incluso puede que ganen, y hay que hacerse a la idea. Para juzgarlo es útil meterse en su piel. Una conocida, metida ya en confidencias, cuenta que una amiga suya se ha hecho puta. Separada, decidió prostituirse hace tres años, al perder su empleo en un banco y verse sin ahorros ni ingresos y con dos hijos adolescentes. Uno de ellos padece problemas psíquicos y necesita médicos y fármacos. Ella tiene más de 50 años. Empezó cobrando entre 100 y 60 euros. Los planes de austeridad, en su caso, han sido devastadores: han tirado los precios hasta los 20 euros, o incluso 10. Al preguntar si la amiga aceptaría contar su historia esta conocida se alarma: “¿Estás loco? ¡Me mata! ¡No lo sabe nadie, sólo yo!”. Ella misma sostiene a sus dos hijos, parados, y a otras dos amigas a las que de vez en cuando da algo de dinero. Aunque solo sean cinco euros, dice, dan para mucho.

Este barrio de cuestas, con arbolitos y de casas bajas, tiene su encanto y, como en todos, la gente se ayuda mucho, si no hubiera estallado ya. Hay ocho cooperativas de diverso tipo que se las han ingeniado para prestar servicios a menor precio. De venta de ropa a la cesta de la compra. Por ejemplo, la asociación ‘Ciudadanos de Byronas’, formada por veinte personas, vende aceite, harina, arroz, patatas, legumbres o café a precio muy rebajado, porque ha contactado con los productores y se salta los intermediarios. Una lata de cinco litros de aceite de oliva cuesta en el súper entre 25 y 30 euros y ellos la ofrecen a 15. Esa diferencia es vital. Son por ejemplo, los diez euros de la prostituta. Y también hay mucha gente corriente que en su vida se lo habría imaginado que se ha dado al trapicheo de droga, de hachís, en plan informal, para sacarse unos euros extra. Las últimas barreras de la dignidad empiezan a tambalearse. Pero otras resisten: esta semana las colas ante los cajeros, pese a que fuera de Grecia se describía el apocalipsis, han sido una lección de calma. Si gana el ‘no’ y la UE opta por que empiecen los problemas serios de liquidez habrá que ver lo que ocurre.

Byronas nació en los años veinte con la inmigración masiva de la “Catástrofe de Asia Menor”, como dicen los griegos, los miles de refugiados que huyeron de la actual Turquía. En la guerra civil fue un reducto comunista. Ahora tiene un alcalde de Syriza, el partido de extrema izquierda del primer ministro, Alexis Tsipras. Se llama Gregoris Katopodis y estaba ayer sentado en una mesa en la calle que pedía el voto para el ‘no’. El lema de Syriza en el referéndum es “Por la dignidad y la democracia”. Aquí se espera un voto mayoritario por el ‘no’, y nadie esgrime razonamientos económicos, sino una sola palabra: esa, dignidad. Es un argumento irracional, escasamente manejable en una negociación en Bruselas, pero es el que les sale.

En esta mesa por el ‘no’ hay tres personas, voluntarios, que no son ni iletrados ni exaltados. Nikos Karagianis, de 31 años, tiene dos carreras -arquitectura y arqueología- y está parado, vive con sus padres. Su razonamiento: “Este referéndum es nuestra última ocasión para ajustar las cosas y mantenernos en pie, para intentar mejorar mi vida y la de mis vecinos”. María Grandiki, de 62 años, es enfermera en un centro público de salud mental. Lleva un año sin cobrar. Cuenta que con la crisis se han disparado las enfermedades psíquicas. Los casos de depresión, un 270%. “Seguimos yendo a trabajar porque no tenemos otra elección. Todos vivimos con la ayuda de unos y otros. Ya ves, intentamos incluso no perder un trabajo no pagado, al menos por la cotización”. Aunque admite que es posible que quizá nunca vea una pensión. Explica por qué votará ‘no’: “Porque quiero mi dignidad como griega. Hemos sufrido mucho en cinco años y hay que salir de esta situación, tenemos que quitarnos de encima a estos tiranos”. ¿No tiene miedo a lo que puede pasar si gana el ‘no’? “No, no tengo miedo de nada. No tengo nada que perder. Lo que teníamos que perder ya lo hemos perdido”. A su lado asiente Sundy Vatista, de 60 años. Es una economista jubilada del Banco de Grecia. “Quiero cambiar Europa porque esta no es la Europa que soñábamos, y quiero ayudar a mis vecinos, a los que sufren más que yo”. Y eso que su pensión es de 200 euros, después de que se la cortaran a la mitad en 2012.

Unas calles más allá está la farmacia social, una de las doce que hay en Atenas y la segunda que abrió sus puertas en 2012. Es una referencia vital para miles de personas: da gratis las medicinas a los parados o a quien demuestre una renta baja. También consigue consultas médicas y hace exámenes de laboratorio, gracias a una red de médicos voluntarios, un total de 104 de todas las especialidades, que atienden gratis en sus consultas privadas, y cuatro clínicas. Las medicinas las dona la gente y clientes de farmacias que colaboran con ellos. Cuentan con 30 voluntarios. Su fundador es un telegrafista de la marina mercante ya jubilado, Dimitris Suliotis, de 77 años, un señor entrañable que colocó en la puerta del local un lema muy sencillo: “Todos para uno y uno para todos”. Muestra con orgullo las estanterías, impecablemente ordenadas por orden alfabético. “Cubrimos el 95% de las demandas de medicamentos”, asegura, aunque reconoce que los fármacos contra el cáncer y las vacunas infantiles es lo más difícil de encontrar. Ayer estaba intentando dar con una medicina para el Parkinson que cuesta 600 euros.

Suliotis se define simplemente como “ciudadano” y afirma que libra una lucha, “un combate contra esta política y para salvar vidas”. Hace diez días, un señor de 60 años llegó muy preocupado porque había perdido 4,5 kilos en pocos meses y en el hospital no le atendían. “Era un centro oncológico público y le echaron, le echaron a la calle porque no llevaba dinero para hacerse una resonancia”, recuerda Suliotis, que llamó para amenazarles con una denuncia. Recularon, le descubrieron un tumor y ahora hace terapia. A una mujer a punto de dar a luz también la echaron de un hospital público porque no tenía dinero. “Vete y vuelve cuando lo tengas, le dijeron”, relata. Suliotis volvió a liarla y al final la aceptaron. “Son comportamientos ilegales y caníbales, de una burocracia y un poder político ciegos e insensibles, y se extenderán por toda Europa si no los paramos. A esta gente la echaban para cumplir con los recortes en sanidad que nos han impuesto en las negociaciones con la Troika”, lamenta.

Este viejo marino, ahora en tierra, vivió la Segunda Guerra Mundial de niño, vio morir a su padre, conoció el hambre y la miseria, y aún se conmovía ayer al evocarlo. En los setenta se exilió en Alemania durante la ‘dictadura de los coroneles’. De allí se trajo un cuadro, un grabado de la célebre artista del periodo de entre guerras Käthe Kollwitz, dedicada a los más humildes, que muestra una tierna escena de una mujer con dos niños y ahora está colgado en la pared de la farmacia. Suliotis lo mira unos instantes: “Esto era cuando los alemanes tenían hambre”.

(Publicado en El Correo)

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