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Íñigo Domínguez

Íñigo Domínguez

Cosas normales en Italia (34): laberintos

 Otro día hablaremos de actualidad. Hoy vamos a perdernos. Alguna vez he citado esa frase de Flaiano: “En Italia la línea más corta entre dos puntos es el arabesco”. Uno siempre tiene la sensación de que todo se complica, o se adorna, hasta el extremo, para bien y para mal. Para un temperamento español medio, templado en el pan, pan y el vino, vino, resulta totalmente desestabilizante. Y es peor para alemanes y demás pueblos centroeuropeos. Los recién llegados, en los casos más graves, pueden llegar a necesitar un médico.

  Los resultados son, según las situaciones, grandiosos o desesperantes. He aquí dos recientes ejemplos de peripecias cotidianas, y les ruego por anticipado que disculpen la mención de particulares personales que no tienen por qué interesarles. Además me da reparo, porque estas batallitas resultan mejor contadas que escritas, pero es para que se hagan una idea.

  Vamos con el primer caso. Llamo para infomar a la compañía eléctrica de que me di de alta hace siete meses, al llegar a mi nueva casa, y no me ha llegado una sola factura:

 -Ah, veo aquí que en marzo le abrieron el expediente de cambio del servicio a su nombre, pero no lo cerraron.
-¿Y?
-Pues que entonces por eso no ha salido ninguna factura.
-¿Pero qué quiere decir que no lo han cerrado?
-Pues que cuando usted llamó y dio los datos después no se cerró, y ha quedado… en suspenso.
-¿Pero quién no lo cerró y por qué?
-No, nadie, es el sistema, que no lo ha cerrado.
-Ah ¿y qué hacemos?
-No hay problema, yo se lo cierro ahora y dentro de dos meses le llegará una factura con el consumo de estos siete meses.
-¡Pero será una factura tremenda, todo de golpe!
-No, tranquilo, cuando le llegue nos llama y se la podemos volver a enviar fraccionada en diversas facturas sucesivas.
-Bueno, pues fracciónela usted ahora y ya está, ganamos tiempo.
-No, yo no puedo. Es más, tampoco puedo cerrarle el expediente en suspenso, debo hacer una solicitud a otro departamento para que se lo cierren. Luego ellos le envían la factura.
-Bueno, da igual. Entonces ¿qué hago ahora? ¿Espero que me llegue la factura y ya está?
-Sí, pero por si acaso llame la semana que viene para ver si ya está cerrado el expediente, si no seguirán sin llegar facturas.
-Pero vamos a ver, si he llamado ahora y le estoy pidiendo a usted que lo cierre y me ha dicho que lo va a hacer…
-Ya, pero nunca se sabe, es mejor que vuelva a llamar dentro de una semana. Y si aún no está, dentro de dos.

  Esto es un minúsculo ejemplo de habitual laberinto desesperante. Todo trámite o burocracia en Italia es así, o peor. Es más, este caso es fácil. Incertidumbre, intriga, misterio, vaguedad temporal y espacial, en un entramado de despachos organizados con criterios ajenos a toda lógica, como si en lo alto de la pirámide de mando hubieran colocado a un mono.  Millones de italianos tienen conversaciones así en este momento con terribles centros de atención telefónica. Uno siempre se enfrenta a situaciones de este tipo periódicamente, cada semana, a veces cada día, con todo tipo de servicio o actividad. La gente, cuando se encuentra, siempre se está contando la última aventura que ha tenido en esta selva impenetrable. Se oyen historias fabulosas, de verdad. En mi imaginación calenturienta siempre suceden en esos lóbregos laberintos de sótanos y mazmorras de los grabados de Piranesi, como los que ilustran este texto. Esos dibujos inquietantes son para mí un gran icono de los mundos subterráneos de Italia.

  Sé que en España es igual con algunas cosas, por ejemplo las compañías de móviles cuando uno tiene problemas, pero me falta la experiencia de primera mano, llevo años fuera. Ahora bien, lo de Italia es un universo aparte.

  Esto en cuanto a la parte tenebrosa. Pero vamos con la luminosa, el segundo ejemplo, en que esa prolijidad, ese superar la naturaleza en complejidad, alcanza la categoría de arte y embellece este mundo caótico. Y lo hace mucho más ameno y entretenido. Se trata esta vez de la guardería de mis hijas. El representante de los padres manda un correo electrónico a todos los demás para avisar de que hay reunión y piensa pedir que dejen salir a los enanos al jardín, pues solo les dejan a los más grandes. Repito: perdonen que les aburra con estas tonterías, pero voy al grano. Se abre de inmediato una cadena de mensajes que generan un debate rico en opiniones, matices y fórmulas de cortesía, hasta que irrumpe un mensaje que dice así:

“Buongiorno,

soy Fulanito y me interesa precisar que comparto plenamente vuestra instancia pero, al hacerlo, querría informaros de que no soy un padre (aunque espero serlo algún día) y que no sé tampoco nada de la existencia misma de vuestra guardería ni de los graves problemas relacionados con su gestión. De todos modos tenéis razón: LIBERTAD A LOS NIÑOS (sin distinción entre pequeños, medios y grandes)

In bocca al lupo!!!
Fulanito”

¿No es una retórica maravillosa? Yo esto lo agradezco infinitamente. En un  caso así un español podía haber dicho algo así: “Creo que os habéis equivocado, borradme de la lista”. Y ya está. O si le pillan revirado a las ocho de la mañana en la oficina: “No sé nada de vuestra puta guardería, no me mandéis más mensajes”. No son arabescos precisamente.

Por cierto, que también tenemos otro Piranesi más apacible y armónico:

Los italianos se pasan la vida luchando con las facturas. Pero nada, como siempre, comparado con las desventuras de nuestro héroe legendario, Fantozzi, al que hace tiempo que no veíamos. Esta vez vemos en realidad a su mujer, la pobre Pina, aterrorizada por una factura monstruosa de teléfono:

Sinopsis: “¡Aaah, pero usted es la mujer de otro pajillero!”, le responde el empleado al ver la factura (bolletta). “¿Cómo se permite? ¡Mi marido es un ‘ragionere’!”, protesta ella. La mandan a la ventanilla 13. Cuando le toca el dependiente, con un acento romano socarrón de libro, le dice que la factura está bien, pero que son un cierto tipo de llamadas intercontinentales que dan la vuelta al mundo. “Pero mi marido no habla idiomas”, replica la señora. Entonces él explica que la llamada va, por ejemplo, a Laponi y vuelve a Roma donde “grandes putones entretienen al pajero de turno”. Le dice que si no pagan tendrán que cortarles la línea. “Sería una tragedia, el médico nos ha dicho que esas llamadas para mi marido son de importancia vital”, apunta la buena mujer. Pero nada, hay que pagar. “¿Y ganan mucho estas señoritas que entretienen a estos señores?”, termina ella.

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