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Íñigo Domínguez

Íñigo Domínguez

Cosas normales en Italia (26): la gran evasión

Amparados por Steve McQueen en ‘La gran evasión’ (‘The great escape’, John Sturges, 1963), maravillosa película que era una de las favoritas de cualquier niño cuando se podía ver cine en televisión, observemos la siguiente concatenación de noticias, todas de esta semana. Comienza con un acontecimiento cómico anual que suele ser recibido con sonrisas de complicidad generales, algún comentario crítico resignado y un silencio sepulcral de la clase política: la publicación de las estadísticas de la declaración de la renta, reportadas por los diarios sin asomo de ironía. Como todos los años certifican que la Italia oficial, la de los datos económicos, esa con que se hacen las previsiones, los informes del FMI, los cálculos europeos, en definitiva, esa que los españoles se creen que están adelantando, es pura fantasía. Por consiguiente, atestiguan que la Italia real sigue siendo un absoluto misterio, como tenemos por costumbre sugerir aquí.

Las declaraciones de la renta de 2008 dicen que el 80% de los italianos ganan menos de 26.000 al año, un poco más de 2.000 euros al mes, sin pagas extras. Pero bajando un poco más el listón resulta que la mitad de los italianos dice ingresar menos de 15.000 euros: media Italia es ‘mileurista’. Tremendo, ya ven, debería formarse de inmediato una ONG para ayudar a este país en vías de desarrollo. Aunque casi sería más inteligente fundar varias ONGs en el resto de países que les introduzcan en los secretos de los italianos como una vía alternativa y directa al superdesarrollo posmoderno.

Miren si no la proporción de gente con pasta. La clase alta prácticamente no existe: sólo el 0,2%, unos 75.000 individuos, tiene ingresos por encima de los 200.000 euros, y además la mayoría son empleados, ni siquiera empresarios por cuenta propia. Lo habrán notado sin duda cuando hayan venido a Italia, los restaurantes vacíos y todo el mundo moviéndose en bicicleta con ropa de saldo. Las empresas, naturalmente, son otro drama: casi la mitad sufren, teóricamente, pérdidas. Unas 520.000 obtienen beneficios y 419.000 están en números rojos. En hoteles y restaurantes, por ejemplo, la renta media es de 13.500 euros, que baja a 9.500 en los autonómos.

En resumen, como habrán adivinado todo esto es una gigantesca trola que no se cree nadie. El encanto es vivir, actuar, gobernar, moverse por el mundo como si fuera verdad. Luego, si llega la Guardia di Finanza, hay que inventarse lo que sea, como el maestro Totó, que nos acompañará hoy, en ‘I tartassati’ (Steno, 1959), cuyo inicio ya vimos un día:

Sinopsis: Alarmado por la llegada de una inspección, Totó, propietario de una tienda de modas, llama a su asesor -el mítico ‘comercialista’ o ‘consulente fiscale’, interpretado por Louis de Funes-, que le aconseja intentar ‘simpatizar’ con el inspector, por ejemplo a través de la política, a ver si lo corrompe o le lleva a hacer la vista gorda. Totó regresa a la oficina, donde el temible inspector (el gran Aldo Fabrizi) le dice que las cosas van muy mal: «Esto me hace pensar en los tiempos de ese buen alma (buonanima) de…». Entonces Totó, pensando que habla de Mussolini, se lanza sobre la ocasión, pero siempre sugiriendo sin llegar a decir, para encontrar la complicidad del interlocutor, un arte refinado muy italiano. Por ejemplo, basta leer los periódicos, donde a menudo nunca se encuentra del todo la noticia y mucho menos el titular. Decíamos que Totó se lanza al panegírico facha: «Esos sí que eran tiempos, y ya no volverán…». «¿Pero qué tiempos?», le pregunta el otro, incómodo. Totó hace gestos, canta cancioncillas, grita el «A noi!» fascista y hasta interpreta como conmoción la conjuntivitis del inspector, hasta que le aclaran que ha entendido mal, que hablaba de la ‘buonanima’ de su abuela (la ‘nonna’). Salida magistral de Totó: «¡Entonces usted es anti, como yo!». Luego llegan los cafés, fundamentales para confraternizar, como ya contamos un día, pero el inspector, incorruptible, los rechaza. Totó se pasará así toda la película.

FIN

Pasemos a otra noticia del día siguiente: el gasto medio de una familia italiana es de 2.500 euros. Hombre, no puede ser. Si se compara con el dato de la víspera, el 80% de los italianos viviría bastante por encima de sus posibilidades. En realidad, como ya saben o se habrán imaginado, la evasión fiscal se calcula entre 100.000 y 200.000 millones al año, un mínimo de siete puntos del PIB. La economía sumergida representa un 16% del PIB, principalmente en el sur, donde además de no saltar al ojo al Estado es aún más esencial no aparentar riqueza ante la mafia local, que también cobra sus impuestos.

La Guardia di Finanza, cuerpo heroico cuyo emblema bien podría ser un agente combatiendo a Godzilla con un cazamariposas, suele empezar sus investigaciones con los compradores de cochazos, yates, mansiones, o los inscritos a clubes de golf o mirando las listas de los colegios caros. El 58% de las embarcaciones de lujo italianas están a nombre de testaferros, mayores de ochenta años o sociedades de charter con sede en el extranjero, que en realidad suele pertenecer al propietario, que de esta forma se benefecia de un descuento del 40% en el gasóleo. Una característica habitual de esta fantástica especie del evasor es que no sólo se hace pasar por pobre, sino que aprovecha todas las posibles ventajas de serlo, como subvenciones, ayudas y demás. Coherencia ante todo.

Porque no se crean que el evasor se esconde. No tiene sentido, socialmente se comprende. Es modélico el caso de un empresario de Cortina D’Ampezzo (norte), que había declarado 5.000 euros pero tenía una villa de lujo en Cerdeña de un millón de euros con una majestuosa piscina en forma de pene. Una cosa discreta, ya ven. La Guardia di Finanza la descubrió con un sofisticado método de investigación científica: trasteando en Internet con las fotos áereas de Google. En lo que va de año han salido cada día a la luz 21 personas que hasta entonces no han existido para Hacienda, gente que no ha pagado un impuesto en su vida. No tienen nada a su nombre, ni contratos, ni la factura de la luz, ni nada en el banco.

De todos modos, cuando te pillan, siempre queda el comodín del soborno, otro clásico. Como ocurre en ‘Stanza 17-17, palazzo delle tasse, ufficio imposte’ (Michele Lupo, 1971), donde Ugo Tognazzi es un inspector íntegro al que intentan camelar por todos los medios posibles. El argumento es muy gracioso: una tropa de evasores cazados decide robar el dinero de la caja fuerte del Palacio de Impuestos, en el piso de abajo, para pagar la multa con ese mismo dinero, en el piso de arriba. Esta escena está rodada en el EUR, con música de Armando Trovajoli, aunque está muy inspirada en la de Morricone de un año antes para ‘Indagine su un cittadino al di sopra di ogni sospetto’ (Elio Petri, 1970, Oscar a la mejor película extranjera).

De todos modos, antes de seguir, hay que reseñar que el cuadro estaría incompleto sin apuntar que a los italianos les fríen a impuestos, que ese dinero no se ve por ningún lado porque la mayoría de los servicios públicos dejan mucho que desear o son lamentables y que en la administración se roba a mansalva desde hace décadas. Claro, uno se lo piensa dos veces. ¿Qué hacer? Hace unos meses encontré en el quiosco un libro fabuloso: ‘Manual de autodenfensa de las tasas. Las informaciones y los consejos para protegerse del Gran Hermano que vigila todos nuestros movimientos’ (Segunda edición). Precio, 8,90 euros. De la A a la Z explica con detalle cómo burlar a Hacienda en cada situación. Es uno de los ejemplos más divertidos de la consideración del Estado como enemigo primordial del individuo. Por ejemplo, en la voz ‘Casa’ el primer apartado se titula ‘Riesgos para el que compra. Problema: declarar el precio real y las compensaciones a los mediadores’. Dedica más de seis páginas a explicar todos los trucos posibles. Es una publicación semestral que se actualiza con las leyes que salen como churros y cambian a cada segundo la situación. Indispensable.

En fin, con este ambiente se convive a diario, y es muy instructivo. Cada vez que voy al dentista no saben el número que me montan cuando saco la tarjeta de crédito para pagar: le miran a uno como a un criminal. O peor, como a un ciudadano poco civilizado e insolidario. Es esa paradoja que ya hemos descrito de priorizar lo individual sobre lo colectivo, sin pensar nunca en el largo plazo y en los beneficios que acabarán regresando al individuo. Eso no se lo cree nadie. El camino del largo plazo es eso, largo, y en medio seguro que lo roba alguien.

Total, que en el dentista ponen cara de fastidio, empiezan a murmurar, tardan un rato en encontrar el aparato, que está perdido en algún cajón porque, dicen, no lo usan nunca. Y es más, aseguran o fingen que no saben cómo se usa. Esto para pagar facturas de, por ejemplo, mil y pico euros, y ya saben la cantidad de dinero que se puede mover al día en un dentista. Es que lo normal es andar por ahí con el fajo de billetes y la goma elástica. O el fascinante mundo de los cheques, algo que yo creía superado, pero que en Italia es una religión, a ser posible al portador, anónimamente.

Del mismo modo, por ese respeto al derecho a la ilegalidad de cada uno, jamás se pide un documento de identidad al pagar con la tarjeta de crédito. En más de ocho años sólo me lo han pedido una vez, en Ikea, que son suecos. A los turistas españoles les miran con asombro cuando pagan en el restaurante y ofrecen cándidamente su DNI. A los camareros casi les causa pudor tal invasión de intimidad.

No crean que en Italia es fácil decidir qué hacer, si ser honesto o no. Porque siempre parece que conviene más no serlo. Miren a Totó, harto de hacer el primo, en ‘La banda degli onesti’ (‘La banda de los honestos’, traducción mía, Camillo Mastrocinque, 1956).

Sinopsis: Totó obtiene, por casualidad, una plancha para falsificar billetes y papel moneda auténtico, pero no sabe cómo ponerse manos a la obra. Entonces acude a un tipógrafo que conoce, una de sus parejas clásicas, Peppino de Filippo, hermano de Eduardo. La ambigüedad de la que hablábamos antes es la base de toda esta secuencia, en la que intenta convencerle del negocio sin llegar nunca a decirlo. De hecho, cuando lo dice, cuando lo latente se hace explícito, algo terrible en Italia, la escena es pudorosamente silenciada tras un cristal.

Totó empieza el acercamiento por el contacto físico, el clásico ‘braccetto’, coger del brazo. Es habitual ver a los políticos pasearse del brazo por los pasillos del Parlamento, confabulando y haciéndose confidencias. Para introducir el tema, Totó le pregunta si mucha gente se hace billetes de visita falsos. «A lo mejor son falsificadores…», insinúa, y hace uno de sus gestos maravillosos, girando la mano a media altura, como ajustando una pieza. Para acabar el razonamiento, le invita a tomar un café. Otra vez el café, ya ven. Esto nos permite la delicia de entrar en un bar de entonces.

Totó le da entonces una lección sobre el capitalismo, a la italiana: «Esta taza es usted y esta es el otro, el capitalista». En Italia los demás siempre son el otro, el enemigo. El azúcar es el capital. «¿Qué hacer? Usted no lo sabe, pero él sí, y se aprovecha», explica Totó sirviéndose azúcar. «Piensa que en algún momento se parará, pero eso es porque usted es un caballero, una buena persona y tiene confianza en el prójimo, pero él no, y sigue». Cuando el camarero le quita el azucarero Totó indica la solución: «La prepotencia. Sí, porque los tipos como usted son los que se dejan poner los pies en la cabeza. Usted representa la parte sana, honesta, limpia, del país. En cambio, los otros son la parte… ¿entendido? (capito?)». «Pero los otros, ¿quién?», pregunta perplejo el tipógrafo. Ésa es la pregunta clave. Son, en abstracto, todos los demás, así que tonto el último.

Totó le habla de los especuladores, que nunca van a la cárcel porque conocen el código penal. Le señala como ejemplo, para que mire sin mirar -otro matiz de sutileza-, un tipo de la caja. Peppino no entiende nada y Totó le dice, con todo el respeto, que es tonto: «La solución es adaptarse». Salen y ante la puerta del metro (es el barrio de Monti, la entrada de la parada Cavour) le propone «pasar de la otra parte». Entran en la boca del metro y le propone el negocio. A mí me parece, aunque esto ya son opiniones de cinéfilo sonado, que la elección del lugar no es casual, es la puerta del mundo subterráneo, una metáfora de la Italia real. Peppino se va indignado, aunque luego aceptará, y lo último que se oye es a Totó que dice: «¡Escuche la voz de la sangre!». Como diciendo que está escrito en los genes.

FIN

No hace falta poner películas, la verdad. Una situación parecida fue descrita hace poco en ‘La Stampa’, al transcribir la confesión del fiscal jefe de Pinerolo (norte), que encargaba falsos informes a una asesoría cómplice para investigaciones inexistentes. El fiscal y sus amigos se repartían 30.000 euros más IVA con cada uno. Arrepentido, el fiscal narraba cómo empezó todo, de la manera más tonta. Habían encargado una pericia a una empresa y, con un amigo ginecólogo, comentó el dineral que se sacaba con los informes. Observen la elegancia de la explicación:

«Los dos nos dijimos: ‘¡Si ganáramos nosotros lo que ganan ellos!» Él dijo una frase, creo que con alguna palabrota, aunque es un señor en su comportamiento. Entonces, desgraciadamente, me crea, me vino a la mente decir, o lo dijo él: ‘Cáspita, ¿pero no se podrían hacer pericias de ese tipo y ganar nosotros algo?’. Me dijo entonces que conocía unas personas (el mítico ‘comercialista’) que sabían hacerlas. Hablamos de ello, pero ni siquiera de modo, diría, explícito. Pero así como fue implícita la partida, fue explícita la conclusión».

En fin, que el fiscal jefe de Pinerolo (norte) acabó llevando el dinero en los calcetines a Montecarlo por la frontera de Ventimiglia. Todo porque quería un barco para ir a pescar.

Decíamos que suele parecer mejor no ser honesto, sobre todo según quién esté en el poder. Así llegamos a la tercera noticia, del tercer día: el Gobierno da vía libre al llamado ‘escudo fiscal’, una amnistía para que quien tenga dinero en Suiza o las Islas Caimán lo pueda volver a meter en Italia de forma anónima y pagando un pequeño porcentaje de multa, un 5%. En Estados Unidos o Gran Bretaña han hecho lo mismo, pero pagando íntegro lo que se debe. Pero Berlusconi, juzgado varias veces por evasión, fraude fiscal y soborno a la Guardia di Finanza -luego absuelto o indemne por la prescripción-, ha aprobado tres condonaciones de este tipo en ocho años. En 2001 volvieron 1.600 millones. En 2003, 497. Esta vez han apuntado en las cuentas, de momento y de forma simbólica, un euro. A ver qué pasa.

Le preguntaron el otro día al ministro de Economía, Giulio Tremonti, si esto del escudo no era incoherente con las nuevas reglas mundiales que se quieren imponer tras la crisis, para luchar contra los paraísos fiscales, reafirmadas en el último G-8 de L’Aquila. Respuesta del ministro por lo bajinis: «Che testa di cazzo!». Literalmente, «qué cabeza de polla», insulto que viene a ser algo así como ‘animal de bellota’. Algún día tendremos que hablar del uso de los genitales en la lengua italiana, totalmente opuesto al español. Sobre esta expresión, para que la comprendan mejor, circulaba un chiste aquella vez que Berlusconi apareció con un pañuelo pirata en la cabeza. «Es porque le han operado de fimosis», se decía de broma. Pero no, luego se supo que era por un implante capilar. Más tarde aún se ha sabido que a Tony Blair, al verlo, casi le da un ataque, y le pidió a su mujer que siempre se colocara entre ellos dos, porque si no saldrían juntos en las fotos y la prensa británica le iba masacrar. Perdonen la digresión, es que venía al pelo.

Berlusconi argumenta que lo del escudo fiscal es una forma de recaudar dinero para las arcas del Estado, pero comprenderán que a cualquiera se le ocurre que es mejor evadir impuestos y esperar a la siguiente amnistía. Es decir, el que paga se queda con cara de tonto. Al italiano esto le sienta fatal, es lo peor que le puede ocurrir: ser el perdedor donde es pecado no ser un listo. Hablando de pecado, lo del ‘escudo fiscal’ nos trae de nuevo el tema de la piedad. En Italia siempre se espera en el perdón, en la rebaja del castigo, en una excepción a las reglas. Y lo malo es que a menudo ocurre. Así no hay manera de que funcione el sistema. Esta semana, también ‘La Stampa’ relataba el caso de una empresa de remolcadores del puerto de Livorno (norte) que había despedido a dos trabajadores por robar ocho litros de gasóleo. Ellos han alegado que lo hacen todos los trabajadores de la empresa desde los años sesenta, que es una minucia de los miles de litros que se gastan y que la dirección más o menos lo sabe. Decisión de la juez del tribunal de trabajo: deben ser readmitidos, porque «es un comportamiento tolerado, mantenido por todos y tácitamente admitido. La empresa lo sabía y no lo ha sancionado nunca». En todo caso, quizá echen a quien no robe.

Es lo que ha dicho Berlusconi muchas veces, y una de ellas siendo primer ministro en un discurso en visita oficial a la Guardia di Finanza:

«Hay una norma de derecho natural que dice que si el Estado te pide un tercio de lo que has ganado con tanto esfuerzo te parece una petición justa, y se lo das a cambio de servicios que el Estado te da. Si el Estado te pide más. o mucho más, hay un abuso sobre tu persona y entonces te las ingenias para encontrar sistemas elusivos o incluso evasivos, que sientes en sintonía con tu íntimo sentimiento de moralidad, y que no te hacen sentir íntimamente culpable».
(11 de noviembre de 2004)

Toda una lección de capitalismo, como la de Totó. Ya ven que lo del derecho natural Berlusconi lo esgrime de maravilla, siempre a su favor, como el Vaticano. Por cierto, echen un vistazo a la última encíclica de Benedicto XVI, ‘Caritas in veritate’, que va de economía. Le da un palo muy bien dado a tiburones financieros sin escrúpulos y empresarios explotadores, a los contratos basura y a la precariedad laboral. Pide una nueva ética económica y el regreso del «trabajo decente». En ningún lugar ha sido recibida la encíclica con tanto gozo y alegría como en Radio Vaticana: ¿Significará esto que por fin van a poner en regla, como Dios manda, a toda la gente que trabaja sin contrato desde hace años y hasta sin cobrar los domingos, el día del Señor?

Es curioso, pero en Italia de esto tampoco se habla y lo sabe todo el mundo. Es poco probable que les manden una inspección. El Vaticano, estado soberano, no tiene que rendir cuentas a nadie y hace lo que quiere. Es imposible saber cuánta gente tiene en negro. Pero es comprensible, Radio Vaticana pierde mucho dinero -hasta ha empezado a meter publicidad- y hace como todo el mundo. El camino de la santidad está lleno de obstáculos. Los trabajadores que lo sufren también son como los demás: piensan que sus jefes son un poco jetas, como en cualquier empresa. Aunque en su caso estarán de acuerdo en que es un poco más fuerte. A algún locutor sin contrato le puede haber tocado leer informaciones de la encíclica en la que el Papa pide al mundo que no se haga bajo ningún concepto lo que la radio del Papa le está haciendo a él. Desde luego lo habrá leído con mucho más sentimiento que uno fijo y puede que haya logrado conmover a algún gran empresario, o incluso a sus jefes. Por qué no, en esta radio creen en los milagros. De todos modos Radio Vaticana paga bien y nadie dice nada. No van a ir con las pancartas de ‘Contrato súbito’ a la plaza de San Pedro, pero entretanto, por ejemplo, a estas personas nadie les da un crédito para una hipoteca y se demora la formación de la familia, cosa que sin duda causa contrariedad en la Iglesia.

En fin, no se lo tengan en cuenta a Benedicto XVI si por casualidad leen la encíclica, porque seguramente no tiene ni idea de estas cosas que pasan en sus oficinas, y tampoco se lo van a decir ahora para darle un disgusto. El Papa será universal, pero el Vaticano es una cosa muy italiana. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra.

Para terminar, recordemos la lección magistral de Totó sobre cómo destripar cajas fuertes en ‘I soliti ignoti’ (‘Rufufu’ en español, obra maestra de Monicelli, 1958), siempre con la angustia de ser sorprendido por la visita de la Policía y encima, toreado por los niños del vecindario. Naturalmente, uno se pone de la parte del delincuente.

De todos modos, y como siempre, mi rendida admiración por los italianos honestos, que supongo que son la mayoría. Unos héroes.

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