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Íñigo Domínguez

Íñigo Domínguez

Cosas normales en Italia (15): Nápoles

Este capítulo no es irónico, y esta frase tampoco lo es. No es para decir que algo normal en Italia es una ciudad espantosa como Nápoles, sino todo lo contrario: que lo normal en Italia son maravillas excepcionales como Nápoles. Es una de mis ciudades favoritas, no ya de Italia, sino del mundo. Hablar siempre de la Camorra, como hemos hecho estos días y que sin duda debe hacerse, tiene el riesgo de obviar la belleza de esta ciudad.

No haga caso de quien le diga que Nápoles no merece la pena, que está sucio, que es peligroso, que no tiene nada, que mejor no ir… Son opiniones de turistas desalmados. O que tuvieron un mal día y sin duda deben volver a intentarlo. Nápoles es una de las reservas espirituales de la humanidad. Yo siempre que voy aprendo algo. De cómo tomarse la vida, de la actitud ante las complicaciones. Ves a una familia entera en una moto y se te aclaran las ideas. O tomando un café, el mejor del mundo. O paseando por el claustro del monasterio de San Gregorio Armeno, viendo a las monjas fregar el suelo con niños corriendo entre las columnas.

Según se llega la impresión es siempre salvaje. Es la única capital occidental asentada sobre un volcán vivo. Pero notas que es gente que te da mil vueltas. Tienen un sentido del humor, un talento escénico, una intuición para la improvisación que los hace únicos. Hay una sabiduría popular en el aire, una forma de hacer en las personas que embriagan. Es una ciudad donde hubo una huelga de empleados de semáforos, se pararon todos durante todo el día y el tráfico fluyó con absoluta normalidad. Donde a veces se paga un café de más, para un desconocido: alguien necesitado que puede pasar después, preguntar si hay algún café pagado y tomárselo felizmente. En Nápoles hay auténticos caballeros, auténticas damas y auténticos hijos de puta, todo junto.

Nápoles es una civilización, aunque no haya salido por ahí a conquistar a nadie. Les daría pereza. Ha sido al revés, los han estado conquistando siempre, y han forjado una manera de entender el mundo por oposición. Un libro muy recomendable, ‘Nápoles 1944’, de Norman Lewis, agente del servicio de inteligencia británico durante la invasión aliada, lo cuenta perfectamente.

Pero claro, otra cosa es vivir en Nápoles. Tocar cada día su degradación, el caos que devora la vida civil, su falta de futuro, la lenta pérdida de la calidad en las relaciones humanas, la brutalidad latente,… Los lectores que vivan en Nápoles lo sabrán mejor que yo.

El maestro Vittorio De Sica era un enamorado de Nápoles y le dedicó varias películas para intentar atrapar su espíritu. Por ejemplo, está muy bien pillado en ‘Il giudizio universale’ (El juicio universal, 1961). Una voz anuncia el fin del mundo a las seis de la tarde y la película, de tipo coral y con un reparto espectacular, narra cómo lo afrontan los napolitanos. Cuando llega la hora, con todos reunidos en la Piazza del Plebiscito, la voz anuncia con gravedad que empieza el juicio final. En el silencio, sopla un viento desolador. En ese momento sale de la fila un vendedor de amuletos y empieza a vocear: «¡Cuernos portafortuna, cien liras!». Un señor le pide uno. «¡Eh, cien liras, no cincuenta!», protesta el vendedor, al ver que le quería timar. Eso en el día del juicio final, imagínense en un día normal.

Pero vamos a poner esta escena de ‘L’oro di Napoli’ (El oro de Nápoles, 1954), también de De Sica. Es una de esas estupendas películas por capítulos que se hacían en esos años. La ponemos como homenaje a Eduardo De Filippo, conocido como Eduardo, a secas. Es el Shakespeare napolitano. Actor, dramaturgo, filósofo popular y, por todo ello, senador vitalicio.

Sinopsis: Los vecinos acuden al sabio del barrio, que tiene consulta por horas, para plantearle un problema. El aristócrata de turno -los sigue habiendo- les obliga a levantar todos los puestos, las mesas y las sillas cada vez que sale o entra con su coche de palacio. «¡Yo le quemo el palacio»!», dice uno. «No exageremos, lo mandamos al hospital de los peregrinos, le ponemos un poco de jabón en la puerta y…», apunta otro. «No basta», corta Eduardo. Los vecinos están asombrados: «¿Pero es que quiere su muerte?». Eduardo responde muy serio: «’o pernacchio» (luego se verá lo que es). Los vecinos siguen perplejos. «Sí, hijo mío, hay pernacchio y pernacchio, es más, os puede decir que el verdadero ya no existe. El actual, corriente, llamado pernacchia, es una cosa vulgar, fea. El clásico es un arte. Somos… Pasqualino, Vicenzo,… cuatro, los que lo conocemos profundamente y lo practicamos en todo Nápoles, lo que quiere decir en todo el mundo. El pernacchio puede ser de dos tipos: de cabeza y de pecho. En este caso debemos fundirlo, debe ser de cabeza y de pecho. Cerebro y pasión. El pernacchio que hagamos a este señor debe significar: «Tú eres la mierda, la mierda, la mierda, la mierda, la mierda de la humanidad». Los vecinos ya se animan más con la idea. “¿Cómo es toda la fila de nombres que tiene?», pregunta. «Duque Alfonso María de Santa Agata dei Fornari», responden. Entonces, Eduardo hace ‘o pernacchio. Admiración general. «Esto se lo hacéis dos veces al día, cuando sale y cuando entra… La mano tiene que estar suelta, con delicadeza, y los labios un poco húmedos, con la saliva, y por favor, los dedos alzados porque sino sale un ruido incomprensible que no logra su objetivo por su insuficiencia. En cambio, con un pernacchio como el que os hecho yo se puede hacer una revolución».

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