La investigadora francesa Christine Bard reseña en ‘Une histoire politique du pantalon’, libro de 380 páginas editado en noviembre de 2010 en Francia por ediciones Seuil y, ahora, por por Tusquets Editores en España bajo el título ‘Historia política de un pantalón’, la evolución de una prenda que es, a través del tiempo, un símbolo en la lucha contra la discriminación y a favor de la igualdad de géneros.
En 1972, una joven consejera técnica de Edgar Faure, entonces ministro francés de Asuntos Sociales, intentó entregar un mensaje a su jefe, que se encontraba en el hemiciclo de la Cámara de Diputados. El conserje le prohibió la entrada debido a su vestimenta. “Si es mi pantalón lo que le molesta, me lo quito ahora mismo”, contestó la interesada, a quien de inmediato se le autorizó el acceso. Esa anécdota, evocada por su protagonista, Michèlle Alliot-Marie (peso pesado de la derecha francesa, recordemos que estuvo envuelta en la polémica en febrero de 2011 por sus controvertidas vacaciones navideñas en Túnez cuando empezaba la revuelta contra el dictador Ben Ali y acabó dimitiendo de su puesto de ministra de Asuntos Exteriores) demuestra que hace apenas 40 años, a pesar de la invención del tailleur-pantalón de Yves Saint-Laurent, esa prenda tenía serias dificultades para entrar en la cabeza de los hombres cuando la llevaban las mujeres.
En 1920, cuando los dirigentes del movimiento socialista francés reprochaban a su camarada Madeleine Pelletier que llevara cabello corto y pantalón, esa gran figura del feminismo radical respondía invariablemente: “Mi vestimenta dice al hombre ‘Yo soy tu igual’. Es decir, la cuestión del pantalón fue un problema eminentemente político. Christine Bard, una de las principales representantes de los estudios de género en Francia, relata con erudición e ironía esa epopeya femenina, que fue probablemente más difícil que la toma de la Bastilla.
Sucesor de las llamadas bragas, que las clases populares utilizaron hasta fines del siglo XVII, el pantalón simboliza la masculinidad y, sobre todo, el poder, como lo demuestra la expresión “llevar los pantalones”. En sus inicios, sin embargo, fue “la prenda del vencido, del bárbaro, del pobre, del campesino, del marino, del artesano, del niño y del bufón”, explica Bard.
Veamos el origen de la palabra “pantalón” es reciente. Viene del apodo que recibían los venecianos, adeptos a unos calzones largos y angostos llamados ‘pantalone’ en honor al santo que veneraban, Pantaleón. En la Comedia del Arte, el personaje conocido como Pantaleone o Pantaleón es el viejo mercader tacaño, unas veces rico y apreciado por la nobleza, y otras veces arruinado, pero siempre muy particular. Un hombre ingenuo y crédulo, al que siempre se intenta burlar. Para ocultar su edad, en su afán de atraer a las mujeres, Pantaleone lleva una extraña indumentaria turca, que consiste en un calzón ajustado a las piernas y ceñido hasta las rodillas. En su recorrido por Europa, la Comedia del Arte puso de moda esos calzones a fines del siglo XVII, sobre todo en Francia y en Inglaterra, donde se los llamó ‘pantaloons’.
Otro universo original del pantalón fue la marina: a partir del siglo XVII, la prenda fue adoptada por los marineros. Los pescadores, por su parte, usaban un pantalón que variaba en largo y ancho, según la localidad donde habían nacido. Fue justamente el pantalón marinero el que inspiró, a fines del siglo XVII, la moda para los niños de la aristocracia y la nobleza. Cerca de 1790, relata Bard, el delfín de la corona de Francia posó con ese tipo de pantalón, levemente ajustado en los tobillos con una cinta azul. La innovación, originada en Inglaterra, representó una mayor comodidad de la vestimenta infantil, liberada por fin de las ballenas que encorsetaban el cuerpo.
Pero, en realidad, fue por oposición a su significado por lo que el pantalón entró en la historia política ya que, hasta la Revolución Francesa, la prenda de referencia era ‘la culotte’ (calzón). Desde fines de la Edad Media, los hombres de las clases superiores llevaban un calzón ajustado hasta la rodilla. Esa culotte dejaba a la vista la pantorrilla, cubierta con una media sujeta por una liga. El hombre atractivo debía ser ‘bien jambé’ (tener bellas piernas). Unos zapatos con tacones altos ayudaban a afinar aún más su silueta.
Al igual que su ancestro el ‘haut-de-chausse’ (bombacho), la culotte contribuía a erotizar el cuerpo masculino. Esa prenda ajustada era todo lo contrario de la vestimenta amplia que ocultaba el cuerpo, utilizada por las capas inferiores de la sociedad, heredada de las bragas que llevaban los primitivos galos. Y como por entonces lo único que valía la pena de ser nombrado era lo referente a las clases altas, el lenguaje ni siquiera se preocupó por buscar a esas nuevas bragas un nombre preciso. Simplemente, a esa gente de los estratos más bajos de la sociedad se la comenzó a denominar los ‘sans-culottes’ (sin calzones).
Los sans-culottes fueron, precisamente, quienes derrocaron a la monarquía francesa en 1789. De la mano de esos desheredados, el pantalón consiguió encaramarse hasta lo alto de la escala social con la Revolución. Además, rompiendo con el aspecto frívolo de las aristócratas, los hombres permitieron a las ciudadanas revolucionarias reivindicar el uso del uniforme y, sobre todo, parecérseles, al punto de atemorizarlos. A cambio, ellos renunciaron a los colores vivos y a mostrar sus piernas. Esa ruptura política dejó de manifiesto una aspiración a la libertad y a la igualdad. Libertad de movimientos e igualdad de sexos. Aunque… si cada cuerpo era un ciudadano, el masculino lo fue siempre un poco más. La Revolución liberó los cuerpos, pero no todas las convenciones sociales: para la mujer, el pantalón siguió siendo considerado un disfraz, durante mucho tiempo.
Con el retorno del lujo durante el Directorio (de 1795 a 1799), una ordenanza prohibió a las mujeres el uso de “prendas de otro sexo” y el Código Napoleónico (1804) reforzó el poder masculino. Una mujer obtuvo, sin embargo, en 1806 “el permiso de travestirse” para montar a caballo. Pero, en realidad, las únicas mujeres autorizadas a usar pantalón en forma permanente eran las mujeres barbudas.
La diferenciación según el sexo es una ley fundamental que tanto las autoridades políticas como religiosas hicieron respetar desde la Antigüedad: “Una mujer no llevará un traje masculino y un hombre no usará una prenda de mujer. El que así actúe cometerá una ofensa a Jehová, tu Dios”, dice la Biblia (Deuteronomio 22:5). La confusión de sexos es uno de los grandes pavores de Occidente desde la Edad Media, precisa Bard. La diferencia reside en que el hombre se envilece usando el hábito de alguien inferior a él, mientras que la mujer sube en la jerarquía y -en ese caso- puede obtener múltiples beneficios.
Pero volviendo al tema del pantalón, evoquemos a las figuras que más hicieron por la libertad y la igualdad de la mujer y cómo la vestimenta comenzó a ser un instrumento de lucha. “Yo me vestía de hombre para no molestar ni ser molestada”, dirá la militante anarquista Louise Michel (1830-1905). Aunque muchas veces, por el contrario, se trataba precisamente de molestar. Colette llevaba un traje de hombre y se mostraba en público con una dama en pantalón que pasaba por un hombre. Otras veces se vestía de marinero.
Pero quien realmente fue la gran figura de la virilización femenina a fines del siglo XIX fue George Sand, seudónimo de Amandine Aurore Lucile Dupin. A lo largo de toda su vida, desde que tenía apenas cuatro años, la célebre escritora pasaba de un sexo al otro sin problema y sin solicitar autorización. Lo hacía en forma natural, como solo saben hacerlo, afirmaba, las mujeres que están acostumbradas a no ser consideradas demasiado femeninas. “Sólo tengo una pasión: la idea de igualdad”, proclamaba.
Pero no fue todo feminismo.
La autora de ‘Historia política del pantalón’ señala que en la progresiva popularización del pantalón a lo largo del siglo XX influyeron otros factores también influyeron: la banalización de las actividades deportivas,la higiene, la preocupación por proteger el cuerpo femenino y el aumento vertiginoso del trabajo femenino, que se aceleró al final de cada una de las guerras mundiales. “Tampoco se puede olvidar a la vanguardia artística, pintoras, cantantes, actrices, escritoras, modelos y mundanas de un París-Lesbos, donde los idilios sáficos habían dejado de ocultarse”, precisa Bard.
Otro elemento más: la democratización de la bicicleta. “Es verdad que el desarrollo de ese deporte ha hecho dar al sexo femenino un paso importante en el camino de su emancipación, de la afirmación de su personalidad. Pero también es verdad que el pantalón o la falda muy corta, recientemente inauguradas por las cyclewomen, les da una fisonomía hasta ahora desconocida”, escribió el historiador Christopher Thompson en 1896.
Y por fin, el portentoso terremoto social que provocaron las dos guerras. La utilización del pantalón se extendió a todos los sectores de la sociedad por razones prácticas: a las fábricas, a las fuerzas armadas y a la calle. En Estados Unidos, Alemania, Inglaterra o Francia, las mujeres lo usaban y las revistas lo mostraban. Marlene Dietrich vestía diferentes uniformes en cada uno de sus viajes y en escena, durante sus giras patrióticas. La princesa Isabel de Inglaterra se dejó fotografiar con un pantalón del Auxiliar Patriotic Service mientras cambiaba un neumático. Poco años después, en Francia, Jean Seberg, Brigitte Bardot y Françoise Sagan se transformarían en símbolo de la liberación sexual y en íconos de la modernidad.
A pesar de esos avances, el pantalón siguió contando con acérrimos enemigos a lo largo del siglo XX. En octubre de 1919, el papa Benedicto XV declaró: “Es un deber grave y urgente condenar las exageraciones de la moda. Nacidas de la corrupción de quienes las lanzan, esas toilettes inapropiadas son uno de los fermentos más poderosos de la corrupción de la moral”. El catolicismo practicante estigmatizaba las frivolidades, los trajes de playa y de deporte, el maquillaje, las joyas, los escotes impúdicos, los vestidos cortos de 1925, los brazos desnudos, las danzas modernas, el “mal” teatro y el “mal” cine.
“Está prohibido prohibir”, decían los muros de París en Mayo de 1968. Sin embrago, si bien la ordenanza napoleónica de 1800 había caído en el olvido, la prohibición del uso del pantalón femenino nunca fue derogada y sigue rigurosamente vigente en Francia.
Todavía hoy, hay mujeres en ciertos países de Europa y Estados Unidos que son despedidas por vestirse con pantalón. Y no hay duda de que la apreciación de lo que podría llamarse “una vestimenta apropiada” es uno de los terrenos donde el abuso de poder del empleador puede ejercerse con más facilidad. La falda sigue siendo casi obligatoria en ciertos actos públicos o sociales.
Un anécdota. En 1976, Alice Saunier-Seïté provocó un escándalo de proporciones cuando asistió a su presentación oficial como secretaria de Estado de Enseñanza Universitaria y el entonces primer ministro galo Jacques Chirac, estupefacto, descubrió que llevaba pantalones. El jefe del gobierno francés solicitó de inmediato a su jefe de gabinete, Jérôme Monod, que informara a la rebelde que, vestida así, “degradaba su función y la imagen de Francia”. Terrible misión para ese hombre de maneras exquisitas, a quien la interesada respondió: “Si se trata de mis pantalones, diga al primer ministro que estoy obligada a esconder mis piernas, ¡porque son horribles!”.
(Fuentes: La Nación y Mundo Textil)