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La guerra más alta del mundo

El Karakorum en invierno es uno de los lugares más inhóspitos del planeta. Solo un puñado de locos alpinistas osan adentrarse en este territorio dominado por las ventiscas, el hielo y las temperaturas gélidas en pos de una gesta hasta hace unos días imposible: la ascensión invernal de alguno de sus cuatro ‘ochomiles’.

¿Solo? No. Además del mítico leopardo de las nieves, la cordillera más agreste del planeta tiene unos atípicos moradores permanentes: dos centenares de soldados paquistaníes que viven -es un decir- en media docena de puestos militares repartidos por los glaciares Baltoro y Gasherbrum. El más alto se encuentra a 6.300 metros, en un collado, entre dos ‘sietemiles’, el Sia Kangri y el Baltoro Kangri, cerca de la frontera. ¿Y qué hacen allí arriba? Protegen a su país de una posible invasión por parte de la India: esta zona se encuentra en el corazón de Cachemira, región por cuyo control pugnan ambos países desde hace más de medio siglo.

Todo comenzó en 1984. Ese año, un escalador alemán exploraba la zona cuando se topó con una pequeña partida de militares hindús. Estuvieron a punto de matarlo, pero al final decidieron dejarlo libre con la condición de que no revelase su presencia. El escalador no cumplió su palabra y relató a las autoridades lo sucedido. Inmediatamente organizaron una pequeña patrulla de reconocimiento con 10 baltís -los nativos del Karakorum-, pero cayeron en una emboscada y los hindús mataron a siete de ellos antes de que lograran retirarse a su territorio. Aquella refriega fue suficiente para que el Ejército decidiese instalar varios puestos militares fijos a lo largo de la cordillera, cerca de la frontera en disputa, aunque desde entonces no ha vuelto a registrarse ningún enfrentamiento. A lo sumo, de vez en cuando lanzan un obús para recordar a sus invisibles enemigos que siguen allí.

Así es la guerra más alta del mundo. El mismísimo Miguel Gila la hubiese firmado si no fuese porque en estos 25 años, y aunque no se ha disparado ni un solo tiro, se ha cobrado ya la vida de algo más de 200 militares, víctimas de enfermedades y, sobre todo, de las traicioneras grietas que surcan esos remotos glaciares. Casi la mitad de las muertes han tenido lugar en el itinerario entre los dos puestos más altos, Kankar (5.100 m.) y el ya mencionado Conway Saddle (6.300 m.), separados por seis kilómetros de glaciar.

En este tramo, una de las grietas más famosas tiene incluso nombre propio: la grieta de Mansur, en honor de un oficial que falleció al caerse en ella a finales de los ochenta. Días después, una patrulla entera de diez soldados que lo estaba buscando también desapareció en el abismo. Un segundo equipo de rescate llegó a adentrarse 300 metros grieta abajo en busca de sus compañeros: no encontraron nada y tampoco se atrevieron a seguir bajando. Aunque tampoco hay que remontarse mucho para comprobar la peligrosidad del lugar. En enero, ocho soldados que iban de un campo a otro se perdieron y estuvieron durante 28 horas dando vueltas, a -25º y aislados entre dos grietas, una de ellas la Mansur.

Este invierno, el destacamento Kankar cuenta con unos inesperados vecinos, la expedición del alpinista vizcaíno Álex Txikon, que está intentando escalar por primera vez en esta época del año el Gasherbrum I (8.080 m.). Txikon es conocido en los campos base como el ‘cocinillas’ y no precisamente por sus dotes con los pucheros, sino porque no hay ‘kitchen’ que se le resista. Y la cocina de toda expedición es el lugar donde se cuecen tanto los alimentos como los entresijos del grupo.

200 dólares al mes

Así que a los pocos días de llegar, Álex ya conocía a casi todos los militares e incluso había visitado el campamento, a pesar de que los civiles tienen terminantemente prohibido incluso acercarse a sus instalaciones (fotografiarlas puede suponer directamente el final de la expedición para los montañeros si son denunciados al oficial de enlace). No hay que olvidar que para Pakistán esta región sigue siendo una zona de guerra; aunque la soledad y las duras condiciones del invierno son una buena razón para relajar las siempre estrictas normas militares.

Unos destacamentos, por cierto, que no guardan precisamente el botón de la bomba atómica paquistaní. Estos puestos militares están formados simplemente por varios iglús prefabricados de plástico, de unos seis metros cuadrados cada uno, en los que se reparten las diferentes estancias: dormitorio, comedor, cocina, almacén&hellip Todo ello en un espacio delimitado por los bidones y las cajas en las que llega el avituallamiento vía aérea (helicópteros).

Allí viven durante tres meses los soldados -una treintena en Kankar- hasta que son relevados. En el caso de Conway Saddle, la base más alta, tanto la estancia como el número de integrantes es menor: quince militares y ‘solo’ un mes. Más tiempo a 6.300 metros de altitud supondría un serio peligro para su salud. Los soldados cobran 200 dólares al mes y los mandos, 400.

En el mes que ya acumula en el Karakorum la expedición de Álex Txikon, el alpinista español ha hecho especialmente buenas migas con un joven capitán llamado Fahar. Una afinidad en la que probablemente tenga mucho que ver el hecho de que compartan la misma edad (29 años). Fahar es médico y para él esta estancia en el Karakorum ha supuesto nada menos que su bautismo de nieve.

«Pese a lo que puedan parecer desde fuera, cuando les conoces y ves cómo viven rompes el estereotipo que tenías sobre ellos», explica Txikon. «Es gente bastante culta, al menos los mandos, y tienen muy claro por qué están aquí y su papel en todo esto», continúa. «Y están bastante bien equipados, al menos, en cuanto al frío, otra cosa son sus conocimientos sobre alpinismo». Por algo en la guerra más alta del mundo no matan las armas, sino los glaciares y el frío.

Caminando entre obuses

El destacamento del Ejército paquistaní está a apenas un kilómetro del campo base de la expedición de Álex Txikon. Un pequeño paseo por la nieve que, sin embargo, no está exento de sorpresas. En una de sus primeras visitas a los militares, casi llegando al campamento, Álex notó que el terreno bajo la nieve se volvía irregular, como si caminase entre piedras. Cuando se lo hizo saber a su amigo Fahar, el capitán-médico, este le comentó con toda naturalidad que no eran piedras, sino obuses, que tuviese «un poco» de cuidado, «que podía andar sobre ellos, pero que no les diese patadas», explica el alpinista. «Cuando me lo dijo, me dio un vuelco el corazón, aunque me tranquilicé al ver que él caminaba con toda tranquilidad». «Por si acaso», continúa, «no he vuelto a ir por ahí».

Y es que las visitas recíprocas entre militares y alpinistas se han convertido en algo habitual. Sobre todo desde que Txikon y sus compañeros de expedición, el austriaco Gerfried Göschl y el canadiense Louis Rousseau, decidieron darles un curso básico de alpinismo al verles cómo se desenvolvían en el glaciar. «Nos quedamos alucinados la primera vez que les vimos marchar sobre el glaciar. ¡Iban en formación como si fuese un desfile!». Un suicidio colectivo si se encontraban una grieta: «Después de verles entendimos todas las historias que cuentan de destacamentos enteros desaparecidos». Así que no es extraño que «el otro día encontráramos un pierna en el glaciar. Se la dimos a ellos para ver si podían identificarla por la ropa», aclara Álex. Así son los glaciares: siempre devuelven todo lo que engullen.

El caso es que les propusieron unas clases básicas de escalada, encordamiento y marcha sobre glaciares. «Cuando llegamos a su campamento no salíamos de nuestro asombro. Para el frío y en general para la supervivencia diaria están bien equipados, pero en el aspecto alpinístico… ¡Solo tenían 6 mosquetones, 6 arneses y 2 pares de crampones para 35 tíos! ¡Así cómo no van a caer como moscas en las grietas!», lamenta Txikon. «Les enseñamos a encordarse en el glaciar, para que al menos si uno cae en una grieta los demás no vayan detrás». Por eso la sentencia del alpinista vasco no ofrece dudas: «No se dan cuenta que aquí su guerra es contra el glaciar sobre el que viven, no contra otro Ejército».

Por Fernando J. Pérez e Iñigo Muñoyerro

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