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La estufita de los atunes

Los escómbridos son algunos de los peces teleosteos mejor dotados para la natación prolongada. A este grupo pertenecen, entre otros, caballas y atunes. Son perfectamente capaces, también, de realizar esfuerzos muy intensos de corta duración gracias a su poderosa musculatura blanca[1]. Pero por comparación con otros teleósteos, disponen de una importante musculatura roja[2]. Gracias a esa musculatura roja se encuentran tan bien dotados para la natación prolongada.

Ahora bien, dentro de los escómbridos, los túnidos son los que, con diferencia, alcanzan los mayores niveles de rendimiento físico. Son excelentes nadadores, capaces de recorrer larguísimas distancias a gran velocidad. Sorprendentemente, sin embargo, ello no es debido a que su musculatura sea, en lo sustancial, diferente a la del resto de escómbridos. En opinión de los especialistas, las características metabólicas de los músculos de este grupo de peces, en conjunto, es difícilmente mejorable. Esa es la razón por la que no parece haber diferencias significativas entre la maquinaria celular y metabólica de los túnidos y la del resto de escómbridos. Pero hay una diferencia importantísima entre ellos; no es de naturaleza metabólica o celular, sino que consiste en un rasgo fisiológico propio de los túnidos, pero de la que carece el resto de peces, incluidos sus parientes más próximos.

Los túnidos mantienen su musculatura roja unos 10º C por encima de la temperatura del agua en la que nadan. Ese es el rasgo clave, lo que los diferencia del resto de los peces. Gracias a esa temperatura muscular pueden desarrollar niveles de actividad mucho más altos que todos los demás escómbridos. Como digo, es la musculatura roja y no el resto del organismo lo que mantienen unos 10º C más caliente que el medio externo. En cierto modo, esto se parece mucho a lo que hacemos los animales homeotermos, con la particularidad de que los túnidos no lo son.

Esa diferencia térmica es debida a que los atunes son capaces de retener parte del calor que produce su actividad muscular, evitando que se disipe libremente hacia el exterior. Ello es posible gracias a un dispositivo de su sistema circulatorio, denominado “rete mirabile” (red maravillosa). Ese dispositivo permite que la sangre (arterial) fría procedente de las branquias se caliente antes de llegar a los músculos. Se calienta porque la sangre (venosa) que ya ha atravesado la musculatura le cede el calor que contiene. Ese intercambio de calor se produce entre vasos sanguíneos dispuestos en íntima proximidad unos con otros, pero en cuyo interior la sangre circula en sentidos opuestos. A esa forma de circular se denomina contra corriente, y el intercambio de calor entre los dos subsistemas circulatorios se optimiza gracias a ella. Es un ejemplo fisiológico de lo que se denomina un intercambiador contra corriente. En el mundo animal no son raros intercambiadores así, de calor o de iones. Los intercambiadores contra corriente son muy utilizados para termostatizar instalaciones o locales, por su gran eficiencia; y aunque los ingenieros creen que son una creación de la mente humana, en realidad fueron diseñados por la naturaleza hace millones de años.

De lo anterior se deduce que en los túnidos se da un fenómeno de endotermia, esto es, de acumulación de calor de origen endógeno, interno. Es lo mismo que hacemos nosotros, que también somos endotermos, pues nos mantenemos calientes gracias al calor que produce el metobolismo. La diferencia es que nosotros, homeotermos, conseguimos mantener constante la temperatura corporal, aunque esa constancia no sea absoluta, y los atunes se limitan a mantener algo más caliente su musculatura lenta. Puede parecer poca cosa, pero el resultado los convierte en poderosísimas máquinas de nadar. Y todo gracias a la estufita de su metabolismo muscular y a que se las arreglan para perder poco del calor que produce esa estufita.



[1] De contracción rápida, anaeróbica, fatigable

[2] De contracción lenta, aeróbica, llena de mitocondrias, bien irrigada de sangre y resistente a la fatiga

Por Juan Ignacio Pérez

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