Parece ser que la guerra contra el tabaco se recrudece. Trinidad Jiménez apuntó ya en agosto que “la sociedad española está madura para prohibir el tabaco en lugares públicos” y este pasado lunes, en su reunión con Patxi López, aseguró que “no se podrá fumar en lugares públicos“. En Euskadi, como sale hoy publicado, esta medida se aplicará antes del próximo verano. Parece evidente que mirado desde el punto de la salud, no cabe duda de la bondad de la medida. El cáncer de pulmón es mal enemigo y si los impuestos no pueden con él, tendrá que ser la ley quien lo haga.
Ahora bien, llama poderosamente la atención la agresividad de las políticas contra el tabaco y la nula atención que se ha prestado al alcohol. Elena Salgado, cuando vio rechazado su proyecto de ley contra el consumo de alcohol entre los menores en 2007, aseguró que no había “la misma sensibilidad social que en el tema del tabaco”. En el caso de los menores no es así y los sucesos de Pozuelo de Alarcón lo han dejado bien claro; pero sí lo es en el caso de los adultos. ¿Por qué tanta preocupación por el tabaco -incluidos los adultos, claro está- y no con el alcohol, que sólo “parece” perjudicial para los menores?
Los perjuicios para la salud del alcoholismo y el tabaquismo se antojan similares, pero no cabe comparación en cuanto a las consecuencias sociales. El humo, sí, es molesto, pero difícilmente convierte la vida de una familia en un infierno o es un acicate para la violencia de género. En otras palabras, el tabaco básicamente perjudica a uno mismo mientras que el alcohol se extiende a quienes nos rodean.
El argumento más utilizado para defender la autonomía de los adultos es la libertad. El estado, dicen, no debe entrometerse en nuestra libertad. Buen argumento, sin duda, pero ¿acaso no nos obliga ese mismo Leviatán a educarnos como buenamente le parece o ponernos el cinturón de seguridad en el coche? Pocos ven en ambos casos una intromisión en la libertad individual y sí consideran un abuso las prohibiciones sobre el tabaco y el alcohol. Basta probar con no llevar a sus hijos al colegio y verán si el Estado coarta su libertad o no.
De vez en cuando, cuando algún menor agrede a un profesor, salta la alarma sobre la educación que los padres dan a sus hijos. Aunque no se establezca directamente la relación, esos son los mismos adultos que tienen todo el derecho, como adultos que son, a que nadie les diga lo que tienen que beber o si pueden fumar. Si se pone en duda su capacidad para amansar a las fieras que tienen por vástagos, ¿por qué considerarles responsables para beber y fumar a discreción? Hay imposiciones e imposiciones.