“Dulce bellum inexpertis” (“Dulce es la guerra para los que no la conocen”), escribió Erasmo de Rotterdam recogiendo un viejo adagio latino. Razón tenía el sabio holandés del siglo XVI, una centuria preñada de conflictos bélicos. Pocos pondrían en duda esta afirmación, pero sí que es cierto que del esfuerzo que los seres humanos hacemos para aniquilarnos pueden surgir grandes creaciones.
Un primer ejemplo podría ser el propio Estado. Algunos historiadores como Charles Tilly han defendido que fue el creciente esfuerzo que requirió la guerra en los siglos XVII y XVIII (más hombres, más medios económicos…) el que alimentó un crecimiento espectacular de la burocracia que daría lugar a la increíble estructura alcanzada ya en el siglo XX, especialmente tras la II Guerra Mundial.
Más sorprendente aún es el caso de Internet. En 1969 el ejército estadounidense decidió desarrollar un sistema de almacenamiento de información que no dependiera de un solo ordenador. De esta forma, en caso de que esa máquina en concreto sufriera algún problema, la información contenida no se perdería. Es el germen de esa asombrosa red que hoy en día es Internet. También la guerra está detrás de los ordenadores. Sus primeros balbuceos surgieron de la mente del matemático inglés Alan Turing, el hombre que logró descifrar el código ‘Enigma’ de los alemanes. Gracias a sus esfuerzos contra los nazis (y a sus teorías para hallar un método que confirmara los teoremas de Kurt Gödel) y a la nueva orientación que le dio John von Neumann nacieron las primeras computadoras.
La II Guerra Mundial también fue fecunda para la carrera espacial, al menos en lo que a los norteamericanos se refiere. Sabedores de los grandes progresos que el nazi Werner von Braun había hecho con las V-2 que caían sobre Londres, reclutaron a este científico para que desarrollara un programa capaz de rivalizar con los avances que los soviéticos estaban realizando en este campo.
Y, cómo no, la medicina también debe importantes avances al esfuerzo bélico. La quimioterapia es un ejemplo de ello. La idea de que los fármacos podían curar el cáncer surgió de observar los efectos del gas mostaza sobre los soldados en la I Guerra Mundial. Los combatientes afectados por esta sustancia presentaban niveles muy bajos de glóbulos blancos, cuya descontrolada acción es responsable, verbi gratia, de la leucemia. Curiosa forma de dar con una solución (por poco refinada que resulte) para el cáncer.
El caso de la penicilina es hasta cierto punto parecido. Surgió, sí, de la casualidad, que hizo darse cuenta a Alexander Fleming de las capacidades de un hongo (Penecillium notatum) con el que estaba trabajando. Pero el científico británico albergaba muchas dudas de que pudiera producir esta sustancia de forma masiva. Sería el esfuerzo británico en la II Guerra Mundial la que posibilitaría su uso en los soldados y ya en 1946 salió a la venta.
Estos son sólo algunos ejemplos de que cómo la peor de las manifestaciones del espíritu humano -la guerra- puede dar lugar a creaciones trascendentes. Dostoievki, gran conocedor de los entresijos de la mente humana, dejó escrito en los ‘Hermanos Karamazov’ una cita memorable: “el corazón del hombre es el campo de batalla entre dios y el demonio”. Dicho queda.