A nadie que conozca le gusta pagar impuestos. Nadie siente una emoción especial cuando ve la retención en la nómina o que la declaración de la renta le sale negativa. Sin embargo, continuamente pagamos impuestos sin darnos cuenta. Comprar, consumir, la clave de la economía mundial, significa también pagar al Estado de forma encubierta.Y eso no nos molesta tanto. Es la diferencia que existe entre los impuestos directos y los indirectos: unos se ven y los otros no.
Cuando el Gobierno da ayudas para incentivar el gasto de los ciudadanos (los famosos 400 euros) sabe bien lo que hace: estimula la actividad de las empresas, pero también llena las arcas públicas. Y bien que hace, si luego lo obtenido se invierte bien. Para sorpresa de muchos, hay un impuesto que la mayoría paga gustosamente, especialmente por estas fechas: la lotería.
Sí, la ilusión de todos los años, no deja de ser un recurso recaudatorio que el Estado implantó en 1767 para obtener más recursos. Carlos III, que había sido virrey en Nápoles antes que rey en España, conoció esta fórmula en Roma y la trajo como una vía de financiación más. Se llamó ‘rentas estancas’ y se correspondían a un monopolio estatal como el existente sobre el tabaco, la sal o el papel sellado. La lotería de Navidad nació años después, a principios del siglo XIX. La situación económica, con la Guerra de Independencia, era aún peor y qué mejor que reflotar la economía que despertando la ilusión de la población; qué mejor que hacerlo con… ¡un nuevo impuesto!
Así que ya saben. Cuando estos días les ofrezcan lotería de mil y un rincones, tengan bien claro lo que están haciendo: pagar impuestos.
P.D. Si piensan que es un impuesto muy ‘especial’ porque da la oportunidad de ganar una fortuna, se equivocan: los matemáticos calculan que, en conjunto y en el mejor de los casos, lo que se gana sólo equilibra lo que se ha invertido en los boletos. Una ilusión menos.