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Jon Garay

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Si Hayek levantase la cabeza…

Si Friedrich Hayek levantase la cabeza, seguramente no creería lo que ven sus ojos. O, mejor, desearía no ver lo que comienza a vislumbrarse. El monetarismo, la teoría económica de la que él fue acérrimo defensor, parece haber tocado fin y la regulación vuelve a ganar adeptos. En esta dirección apuntan todas las medidas adoptadas para salir de la crisis: el Estado vuelve a su papel de “papá benevolente” para solucionar los desmanes del hijo descarriado, el libre mercado.

Hayek fue un destacado economista austríaco que tuvo que huir de su país en la II Guerra Mundial. Conocedor de primera mano de lo que fue el nazismo y visionario en lo relativo al comunismo, escribió por aquellos años un libro que se ha convertido en un clásico de la economía y de la política: ‘Camino de servidumbre’. La tesis fundamental es bien sencilla: la intervención económica que propugna el comunismo lleva al totalitarismo, con lo que esta doctrina omnicomprensiva terminaría dando el mismo resultado que el sistema hitleriano. Así las cosas, este más que inteligente pensador apostó por el liberalismo más puro, aquel que pretende que el Estado no tenga más que un papel neutral y de simple garantizador del libre mercardo. Pinochet –el primero gracias a los consejos de Milton Friedman y la Escuela de Chicago- Tatcher y Reagan fueron los grandes apologetas de estas ideas que han perdurado hasta hace bien poco.

Son muchos los que ahora se suman a la cáfila de críticos del mercado sin cortapisas. El error, además de la avaricia de unos cuantos, habría estado en la ausencia de instituciones de control. Ésta es la función que tenía tradicionalmente el Estado en la economía y que tanto asustaba a Hayek. Quien domina los medios –el dinero-, domina los fines, venía a resumir el austriaco. Quien decide cuánto se paga y qué actividad se ha de realizar, termina por dominar la vida entera. Esto es el totalitarismo.

Las soluciones de emergencia hay que tomarlas como tales. Parece que no estamos sino pagando los desmanes de una ecuación peligrosa: ambición más falta de control. Bien mirado, ambos factores vienen a ser uno. Vayamos por pasos. Para obtener beneficios, hay que arriesgar. Cuanto más se arriesga, más se gana, especialmente si tu sueldo depende de que obtengas mayores beneficios para la empresa, el banco o lo que fuera. Limitar estos desmanes no parece difícil ni tiene por qué coartar la libertad. Es cuestión de sentido común. Pero la gestión pública, que es el meollo del asunto, tiende a ser ineficiente. Y lo es precisamente por ser pública. ¿Acaso tratamos igual lo que es sólo nuestro y lo que es de todos (y de nadie a la vez)? Analicemos nuestra propia conducta y veremos por qué hay que tener tanto cuidado con la solución que se está proponiendo. ¡Ojo, que somos como somos!

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