Estuve el martes en Araia. Era una mañana fría y aterradora por las imágenes que se pudieron ver. Se congelabasn los piés, las manos y el corazón. El asesinato de ‘La Tere’, como la conocían sus vecinos, de manos de quel que tenía la obligación de cuidarla y amarla se suma a un rosario de desgracias alimentadas por esa terrible incultura del machismo. Está ahí y sale. Está claro que no se ha superado. No sabemos qué pasó por la cabeza de Jesús Pereda. Ni los más cercanos podían entenderlo. Esperemos que la Ertzaintza saque luz de tanta tiniebla y nos ayude a comprender, especialmente a la familia.
No se me olvida, como a muchos de los compañeros periodistas que estuvimos allí, la imagen estremecedora del hombre colgado del balcón durante horas. Y de dos detalles que no me resisto a comentar. A Tere le gustaban las flores y en el segundo piso de la casa había un balcón con gitanillas rojas, espléndidas, cuidadas como solo pocas personas pueden hacerlo y más en pleno otoño. En el balcó de al lado, Jesús montó el patíbulo en el que colgarse. Lo había pensado con detalle, con minuciosidad, para que el salto desde el balcón no diera con su cuerpo en el suelo había atravesado una escalera y una barra metálica. Tere estaba llena de vida, según los testimonios recogidos y el amor que demostraba por sus flores. En el corazón de Jesús Pereda anidaba la muerte