De repente, la plaza de la Virgen Blanca y las escalinatas de San Miguel se llenan de gente con plano, sombrero, bermudas, chanclas y sus máquinas fotográficas.Caminan lentamente, recreándose en detalles nimios, fijándose con admiración y sorpresa en todo lo que tu ya ha visto mil veces y no llama la atención de ningún vitoriano. Miran arriba, abajo, a los lados, ríen y se fotografían en sitios por los que tu pasas a diario y jamás se te ocurriría pararte a hacerte una foto. Es curioso. Al monumento a la Batalla de Vitoria algunos lo llaman mamotreto, birria o pastel y a los turistas les encanta hacerse fotografías y que les expliquen por qué en el punto más céntrico de la capital, en el corazón de la misma ciudad se levanta una escultura que recuerda una batalla. Este comportamiento diferente de los turistas y los nativos sobre un elemento urbano explica mucho del complejo de esta ciudad con su historia, con sus monumentos, con ella misma. Estábamos solos en verano. Vitoria era una de las últimas ciudades que visitaban los extranjeros o los de otras comunidades. Ahora, eso ha cambiado. No estamos solos. Tenemos mucho que ofrecer, al parecer, puesto que la gente se va encantada. Monumentos, una ciudad bien ordenada, capital verde europea, historia, edificios, gastronomía, música. Cambios y más cambios que hay que asimilar.