A 12 kilómetros de Vitoria, en el corazón de la sierra Badaya, hay un lugar romántico para observar una extraña naturaleza
Si Gustavo Adolfo Bécquer hubiera conocido el monasterio de Santa Catalina antes que Veruela le habría dedicado los mismos elogios: «vaguedad misteriosa, perfume de un paraíso distante, indefinible encanto». Sólo los poetas, y bien armados de adjetivos, pueden describir con exactitud esta aislada vaguada de cuatro hectáreas, donde una pintoresca belleza natural se abraza a una historia importante y desconocida que recorre más de siete siglos. Apunten.Fue casa torre de los Iruña, una de las grandes familias alavesas, monasterio de jerónimos, y de agustinos, fortaleza carlista en el XIX y la más escondida ruina romántica hasta hace unos años, cuando fue transformado en jardín botánico.
Tuvo que ser un paisajista, Eduardo Álvarez de Arcaya, el que a mediados de los años noventa comprendiera el potencial del paraje, entonces en un estado lamentable. Se empeñó con la ayuda institucional y consiguió envolver entre plantas, árboles y flores, el misterio de unas piedras que guardaban secretos olvidados. Costó más de cuatro años de trabajos ponerlo en marcha pero se consiguió abrirlo al público en 2003.
Posiblemente, no hay otro lugar en Álava con más magia para encontrarse con la naturaleza en cualquier estación. Miles de flores de plantas autóctonas –más de 400 entre las 1.000 que se pueden disfrutar –y de los cinco continentes dan la bienvenida al visitante. Prímulas, crocus, acacias, narcisos, orquídeas, muestran sus brillantes amarillos, inmaculados blancos, inquietantes violetas, y explosivos rojos. Santa Catalina no es un museo. Como buen jardín, el paisaje cambia prácticamente cada día. Está vivo. Por eso cada visita es diferente. Habrá otra flor sugerente, o un árbol milenario como el olivo, retorciéndose en sus arrugas de viejo ; o el fascinante algarrobo; o las hiedras trepadoras de un tamaño descomunal abrazadas a las viejas piedras del convento.
Para comprender cómo en un barranco rodeado de encina carrasca, robles y quejigos se crea un microclima, o mejor tres, se han distribuido las plantas en tres zonas. En la solana, las plantas aromáticas, las viñas, los cactus y vegetales de Nueva Zelanda y Australia. En el fondo de valle, las herbáceas, bambúes, coníferas, acuáticas, rosáceas, azaleas y camelias. Y en la umbría, betuláceas, encinas, aquifoliáceas y caprifoliáceas. Dos climas, atlántico y mediterráneo se dan la mano.
Por si las plantas no son lo suficientemente atractivas para el visitante, hay elementos que configuran este paisaje que lo hacen singular. Estamos en la sierra Badaya, uno de esos espacios que sin tener la consideración de parque natural –en su cumbre se han colocado molinos de viento– guarda tesoros ecológicos como sus más de cien simas o sus bosquetes de viejos robles, encinas y hayas, centenarios, sus barrancos secos o sus ríos subterráneos. Esa envoltura le da al parque un valor excepcional.
Hay botánicos con buenos argumentos que dudan de la idoneidad de plantar en este espacio ya muy rico tantas flores foráneas. Es el eterno debate de los parques botánicos. Pero en este caso yo me quedo con la belleza. De entre todas las sensaciones que el visitante se puede llevar del jardín destaca la del mirador. Una escalera de caracol permite subir a la altura de la espadaña de la vieja iglesia. Con ese horizonte de la Llanada alavesa se comprende finalmente por qué la historia se detuvo pronto aquí y se resistió a marcharse. Y cuando se fue nos dejó la belleza de sus ruinas.
ÁRBOLES
Hay un aire de desgarro, de sufrimiento en todos y cada uno de los árboles del parque: el olivo milenario, el algarrobo que da la bienvenida a los visitantes, los arces de Montpellier que estallan en rojo todos los otoños, las hiedras trepadoras que han impedido en ocasiones el derrumbe de los muros o el bosque de encina carrasca. Todos son árboles de suelos pobres como el terreno que cobijó a los frailes jerónimos los primeros 75 años hasta que lo abandonaron y lo tomaron los agustinos. También su historia es de sufrimiento. Los primeros monjes tuvieron que abandonarlo porque vivían de las limosnas y Santa Catalina siempre fue un sitio aislado. La segunda comunidad montó un curioso sistema de aljibes y terrazas que permitieron cultivar la huerta y sobrevivir en un lugar tan inhóspito .
Gracias a Iosu Onandia por las fotos
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