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Fermín Apezteguia

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El enfermo de alzhéimer y la ilusión de que aún sigue entre nosotros

Salamanca ha acogido en los últimos días una muy interesante jornada titulada ‘Atención informal: cuidado a las personas mayores en el hogar’, en la que, entre otras cuestiones se ha hablado de alzhéimer. Existen en España nada menos que 800.000 ciudadanos afectados por esta enfermedad neurodegenerativa, que produce la pérdida progresiva de la memoria y otras capacidades mentales. Es terrible; y los familiares de pacientes con ésta u otras demencias seniles lo saben bien. Uno comienza olvidándose de que ha comido y acaba por perder la sonrisa, aislado hasta de sí mismo, incapaz de recordar ni siquiera su nombre. La atención a un enfermo de alzhéimer supone un desembolso de unos 30.000 euros anuales. Sean sinceros y respondan con el corazón en la mano, libres de prejuicios: ¿merece siempre la pena semejante inversión?

La ciencia ha permitido prolongar la existencia humana hasta límites que hace sólo un siglo eran insospechados. En Euskadi, por poner mi ejemplo más cercano, sólo en la última década hemos ganado tres años de esperanza de vida, hasta el punto de que las mujeres pueden confiar en vivir 82 años y los hombres, 74,6. En pocos países del mundo pueden soñar con vivir tanto tiempo, pero ¿para qué? ¿Qué sentido tiene seguir viviendo, cuando la vida se convierte en una carga tan pesada que ni siquiera uno es consciente de ella? ¿Para qué quiere uno vivir si no dispone de la mínima facultad para decidir sobre su vida y su muerte? Ignoro qué es lo que se pasa por la cabeza de los pacientes en situaciones más graves, pero una vez que la mente se convierte en la nada; que ya no cabe ni  la esperanza, porque ni esa ni ninguna otra palabra pueden dotarse del mínimo sentido, ¿realmente merece la pena vivir? ¿Merece la pena cuando se sabe positivamente que nunca jamás se podrá disfrutar de un beso, una caricia y un buenos días?

¿Merece la pena meter a un paciente así diez, quince o más pastillas al día para afrontar enfermedades que sólo pueden ir a peor? Y lo más terrible de todo: ¿para permanecer -simplemente estar- completamente ausente de todo, del dolor propio y del ajeno? Estoy convencido de que, como suele decirse, mientras hay vida, hay esperanza (¡Qué grande es Maragall!), pero dónde está el límite en el que la vida deja de serlo. Esa es, para mí, la cuestión. ¿Cuánto dinero estamos dispuestos a pagar individualmente y como sociedad para avivar la ilusión de que aquellos que más quisimos aún siguen entre nosotros?

Soy un firme defensor de los cuidados paliativos y creo que su regulación debería ser una cuestión prioritaria del actual Gobierno. Nuestra sociedad envejece y hay cuestiones que no pueden esperar. No podemos quedarnos de brazos cruzados ante la actual epidemia de sufrimiento inútil. De pacientes y de familiares. No tiene sentido mantener vivo a toda costa a alguien que ha dejado de vivir para que su supervivencia acabe con la vida de otras personas que son, generalmente, las que más quiso. Y eso cuesta 30.000 euros al año a un mundo que atraviesa una crisis económica brutal, como no se ha conocido en cien años, y a un país con más de 5 millones de parados. Que nadie se engañe. No es una cuestión de dinero, sino de humanidad.

La salud al alcance de cualquiera

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