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Fermín Apezteguia

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¿Qué han hecho los niños para merecer esto?

Llevo tiempo preguntándome qué han hecho los niños para merecer esto. Vivimos en una sociedad que los pone siempre por delante –los niños y las mujeres, primero–, pero a la hora de la verdad se ven obligados a quedarse en el furgón de cola. Los últimos de la fila. Resultan estremecedoras las imágenes difundidas estos días del ‘tratamiento’ –lo entrecomillo porque más bien habría que decir trato– aplicado en una escuela de Estados Unidos a un joven autista, un chico de 18 años, para conseguir mantenerlo en los límites de lo que sus tutores consideran correcto. Puede verlas pinchando este enlace, aunque le advierto que forman parte del catálogo de  escenas más desagradables que he visto en los últimos tiempos.

Me cuesta escribir estas líneas intentando ser respetuoso con quienes inflingieron semejante terapia al chaval, pero he de serlo y lo seré. El autismo es el nombre con que se conoce una serie de trastornos que afectan en muy distintos grados a las habilidades de comunicación, socialización y empatía de la persona. Los casos más graves se caracterizan por una completa ausencia del habla de por vida y por comportamientos extremadamente repetitivos, inusuales, autodañiños y agresivos. El joven Andre McCollins parece que sufrió un ataque de agresividad que los responsables de su cuidado en el centro Judge Rotenberg, de Massachusetts, no pudieron controlar, por lo que decidieron aplicarle la única terapia que consideraron oportuna. Para calmarle, le sometieron a 31 descargas eléctricas que le causaron daños permanentes.

¿Cómo es posible que sigan existiendo este tipo de centros y terapias en el siglo XXI? ¿Era realmente necesario aplicar electrodos al niño para que se tranquilizara? Si hay algún profesional, sanitario o de lo que sea, que considere que hablo de oídas o que no tengo ni idea del problema al que se enfrentaban los tutores de Andre, por favor, respóndame, deme una explicación, que a mí me cuesta entender semejante descarga de deshumanidad.

Dicen que los niños nacen ya con los ojos abiertos, cada vez más espabilados. Si es así, algún día nacerán quizás ya maduros, convertidos en hombres y mujeres sin infancia. Ya han perdido sus espacios de ocio y se ven obligados a salir a la calle de la mano de sus padres, haciendo cada día el cansino ejercicio de comenzar casi desde cero su mundo de relaciones. Están perdiendo a sus padres, que de tanto conciliar la vida laboral con la familiar, apenas tienen tiempo para darles despiertos el beso de buenas noches. A muchos, como se mueven más de la cuenta, les diagnostican –no siempre de manera adecuada– patologías que se tratan con tranquilizantes y derivados de las anfetaminas. Hablo sólo de los que no son noticia, ni siquiera me refiero a los niños víctimas de abusos sexuales, los desaparecidos, los obligados a prostituirse… Hablo de los que tenemos más cerca. De nuestros hijos.

Muchos de ellos viven entre padres que dimitieron de su obligación de educarles, centros educativos que les gobiernan sin rumbo y gobiernos para los que son poco más que cifras y una foto tierna de campaña electoral. Algún día, crecerán y descubrirán que la magia no existe. Crecerán tan rápido que serán incapaces de verla a su lado. André McCollins sólo es un chico autista.

La salud al alcance de cualquiera

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