Noche oscura, sin apenas visibilidad, una lluvia intensa alivia de sal y polvo al Pakea mientras el viento del nordeste se despide después de casi diez días llenando nuestras velas. Vamos adentrándonos de madrugada, atentos al radar y al AIS (sistema de localización por VHF) por el inmenso delta del Río de La Plata.
Sorteamos mercantes y muy pocos pesqueros, no sabemos si se debe a que es domingo o por el aguacero y las tormentas que resplandecen por proa. Vuelvo a descansar cuando amanece y se empiezan a abrir claros mejorando la visibilidad a bordo.
Y tras un reparador sueño que las tranquilas aguas del Río nos proporcionan, salgo a cubierta provisto ahora sí, de las gafas de sol, sabiendo que mi vista hoy iba ser distinta. Que mis ojos disfrutarían con lo que mi olfato hace ya muchas horas ha descubierto. ¡¡Tierra!! Ni mar, ni océano, sino Tierra a la vista. La costa americana de Uruguay, cerca de La Paloma, el Parque Nacional “Andresito” dice la carta. Es lo de menos. Hoy hace tres semanas, fue la última vez que vimos algo parecido.
Describe Conrad en “El Espejo del Mar” de forma maravillosa la recalada como “…puede ser buena o mala. Uno abarca la Tierra con tan solo un punto concreto de ella en la retina. Todos los trazos sinuosos que el curso de un velero va dejando sobre el blanco papel de una carta náutica apuntan siempre a ese minúsculo punto: tal vez una pequeña isla en medio del Océano, un único cabo en la larga costa de un continente, un faro sobre un acantilado o simplemente, la puntiaguda silueta de una montaña como un cúmulo de hormigas flotando sobre las aguas. Pero si se la ha avistado en la demora esperada, entonces esa recalada es buena.”
Lo celebramos a bordo, pero sin perder de vista que las navegaciones nunca terminan hasta dejar el barco amarrado, descansado en buen puerto. La bruma que sale a nuestro encuentro, nos lo recuerda.
Unai
Río de la Plata, Uruguay.