Buenos días, hermanos. Quiero aclarar, antes de nada que los artículos que escribo nacen fruto de sensaciones, de puntos de vista parciales que me llaman la atención y decido compartir para ver si coinciden con las sensaciones de algunos lectores. El objetivo es hacer cosquillas y jugar con las razones para poder relativizar, que es la antesala del humor. No pretendo sentar cátedras ni aleccionar. Lo digo, porque la semana pasada perdí un trabajo, tres días de actuación, porque los paleontólogos se han enfadado conmigo y me han considerado “persona non grata”, vamos que no quieren que entre en su universidad, que es donde tenía que realizar mi trabajo. Por cierto, impidiendo a otras personas que pudieran disfrutar de la actuación. Bueno, no voy a revolver el asunto de los huesos de los dinosaurios y la visión popular, desde mi punto de vista simpática, que intenté emplear en el “artículo bomba”. Estoy seguro que si lo mismo lo dice Buenafuente en un monólogo de los suyos, el mismo paleontólogo que se sintió ofendido conmigo, se hubiera reído en su sofá y hubiera dicho: >. Sin más. Quería aclarar todo esto, porque el artículo de hoy, es eso, un punto de vista más de los que puedo tener a cerca del Twitter, pero no quiere decir que sea contrario al uso de esa tecnología. JODER, ES QUE NOS OBLIGAN A PEDIR PERDON ANTES DE NACER. POOOOR COMENTARLO.
Dícese de una red social que vomita improntas cortas, pequeñas descargas de conciencia, y que está a punto de convertirse en una secta. Una de las amenazas que asociábamos todos al futuro, en su vertiente más despiadada derivada de los avances de la tecnología, era la de que acabaran por leernos la mente. Porque todos damos por hecho que los demás ámbitos de nuestra vida privada son susceptibles de no ser tan privados como nos gustaría. Nuestros datos circulan por mercados que desconocemos; nuestra gente de confianza puede dejar de serlo en cualquier momento; nosotros mismos podemos renegar de nuestros actos. Hasta ahora, sólo había una zona que se mantenía inaccesible al juicio de los demás: nuestros pensamientos. Son esas criaturas, en ocasiones bestias, que alimentamos y engordamos para que un día vean la luz pública y se materialicen en una palabra, o en una acción. No todos valen, los hay que mueren dentro de los confines de la mente porque sacarlos supondría poner en riesgo nuestra integridad, nuestra seguridad, o atentarían directamente contra la imagen que de nosotros se tiene. Pues bien, el futuro ese que tanto temíamos ha llegado. Y no ha hecho falta una sofisticada máquina conectada con unos electrodos a las sienes, ni un aparato de ondas, ni nada por el estilo. Ha sido mucho más sencillo: se llama Twitter. Es la posibilidad de expresar lo primero que te viene a la cabeza desde donde estés y colgarlo en la red a través del teléfono, del ordenador, y pronto, seguro, desde cualquier electrodoméstico del hogar. Claro, que te puedes contener y no hacerlo, pero la droga debe enganchar, sobre todo cuando te contabilizan los adeptos que esperan tu ocurrencia con la boca abierta como polluelos en un nido. Y luego pasa lo que pasa, cuando hay una amnistía constante de los pensamientos: las torpezas, las malas interpretaciones, las disculpas y las condenas. ¿Estamos tan solos que necesitamos que los demás sepan qué estamos pensando en todo momento? ¿La fama está tan vacía de contenido como parece? ¿Llegaremos a hablar de “pensamientos basura” y “pensamientos elaborados”? Pasen buen día.