Transcurridas dos semanas desde que diéramos carpetazo al año 2008, es buen momento para hacer una ITV a nuestras santas intenciones para este año, primero de la era Obama. La intenciones, véase también propósitos, promesas y demás alaridos de la ilusión, tienen su periodo de garantía, como los electrodomésticos, y este es de quince días. Si después de la primera quincena, aquella chispa primigenia, gracias a la voluntad y a la constancia, la ha convertido usted en llama, estaremos ante un campeón, me quito el sombrero. Pero lo más normal es lo contrario, consuélese amigo que el mal es de muchos. Entiendo que no es de buen gusto hurgar en las heridas ajenas, a todos nos embriaga la Navidad con su alo feliz, y nos venimos arriba con la copa de cava en la mano, pero mi carácter es así, si no lo digo reviento. Además, si nos duraran las buenas intenciones todo el año, no harían falta las “fechas señaladas” para cargarnos la batería del buen rollo. Luego hay calidades de litio, y marcas; los corazones “Duracel” aguantan más amor que los que compras en los chinos. Lo cierto es que somos fieles intérpretes de la cultura de derroche, consumimos hasta los sentimientos, devoramos la felicidad, la malgastamos en besos y abrazos de más y, ahora, ya lo ven, no nos queda ni para una sonrisa al vecino. Bueno, igual usted es de los que metió en un botecito una poca y la va dosificando a lo largo de la añada, me vuelvo a descubrir. A mi, este invento de desear lo mejor para todo el mundo, me dura lo que tardan en desaparecer los dos kilos de azúcar y almendra que acojo en mi cuerpo todos los años. Con el clásico régimen de primeros de año, que practico estos días sin ninguna gana, se me va la empatía global y aparecen los resquicios del que yo era. Y así, libre del envoltorio azucarado, me brota un >. Discúlpeme si es usted judío, o simpatizante, pero es lo que siento. Pasen buen día.

Eso mismo, a pasar un buen día.