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Mauricio Martín

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Operación Impala

El otro día paseaba por la Feria del Libro de Madrid, el Athletic ya cautivo y desarmado, y me encontré con una preciosidad de libro: una reedición conmemorativa de Operación Impala, 20000 km en motocicleta, publicado hace ya muchos años y traído de nuevo a la vida con motivo del cincuentenario de una de las más clásicas entre las clásicas.

La Montesa Impala fue creada por Leopoldo Milá, que también diseñó la Cota 247, y a quien acabaremos recordando -mal haya su suerte- por ser el tío de Mercedes Milá, sí, la de Gran Hermano ahora (antes de cosas de más enjundia), a la que por cierto más de una vez he visto llevando una Impala como una señora. Murió en 2006, pero espero que tenga un pequeño monumento en nuestros corazoncitos de moteros de aquí.

Pues bien, para promocionar aquel pedazo de hierro, se montó la Operación Impala, que acabaría quitando el nombre original del modelo: Montesa Montjuich.

Nuestro compañero Borja Olaizola nos cuenta la historia. Os la pego, que no se vuelcan estas cosas a internet y a vosotros sí os puede interesar:

EL CORREO
25.05.2012

“Operación Impala”

«Una tribu nos nombró hijos adoptivos, nos regaló una gallina y no pararon de bailar hasta que nos fuimos», recuerda Manolo Maristany, uno de aquellos cinco viajeros

:: BORJA OLAIZOLA

Iba a llamarse Montjuich, pero terminaron poniéndole el nombre de Impala. La “culpa” de que la más popular de las “montesas” lleve apellido de antílope saltarín la tuvo el siempre inquieto Oriol Regás, hermano de la novelista Rosa Regás y fundador de la legendaria sala de fiestas Boca-ccio. Regás fue un aventurero incorregible que a los 20 años ya había cubierto a bordo de un frágil junco el trayecto entre Hong Kong y Barcelona. Conocía al industrial Pedro Permanyer, uno de los fundadores de Montesa, por su afición al mundo del motor, y cuando supo que estaba a punto de sacar a la luz un nuevo modelo le hizo una propuesta: cruzar África en la moto para demostrar su fiabilidad. A Permanyer la idea le pareció al principio descabellada, pero poco a poco la fue haciendo suya. Al fin y al cabo era consciente de la impagable publicidad que había conseguido décadas atrás Citroën con sus expediciones a los confines del mundo.

«Aún recuerdo la cena de despedida que nos ofreció el señor Permanyer en un restaurante de Barcelona ya desaparecido en vísperas de volar a Ciudad del Cabo», dice Manolo Maristany, el único de los cinco componentes de la cofradía de aventureros reclutada por el industrial que no tenía experiencia en motos. «Me ficharon porque había escrito un libro y sabía sacar fotos». Maristany, que lleva sus 82 años con una jovialidad contagiosa, será el protagonista de la octava edición de los Encuentros de Grandes Viajeros que se abre hoy en Albacete. Como no podía ser menos, su intervención girará en torno a la “Operación Impala”, una epopeya que marcó el inicio de la época dorada de la industria del motociclismo español y de la que ahora se cumplen 50 años.

Además de Maristany y Regás, formaban la expedición Tey Elizalde, Enrique Vernis y Rafael Marsans. Los cinco embarcaron el 4 de enero de 1962 en un vuelo con rumbo a Ciudad del Cabo. Montesa y Wynn”s, que aportaban cuatro millones de pesetas para la aventura, habían decidido que era mejor hacer el recorrido de sur a norte para que el desenlace coincidiese con la llegada a Barcelona. En la capital surafricana adquirieron un Land Rover que les sirvió de vehículo nodriza y al que colocaron una matrícula andorrana traída de la península para ahorrar trámites burocráticos. En Ciudad del Cabo les esperaban las tres “montesas” que habían facturado días antes con los fardos más pesados de la expedición. Eran tres prototipos del primer modelo que salía de la nueva fábrica de Esplugas, motos muy sencillas, hechas para circular por asfalto, que no llevaban ninguna preparación: incluso los neumáticos eran de carretera.
Ciudad del Cabo les recibió con un sol espléndido y los cinco expedicionarios, que tenían entre 25 y 31 años, dejaron pronto atrás los malos presagios: Montesa les había hecho firmar en Barcelona un documento en el que se desligaba de toda responsabilidad por los percances que pudieran padecer. «Fue un viaje iniciático, una experiencia maravillosa», recuerda Maristany, que conserva en su memoria un rico archivo de imágenes de la epopeya pese al medio siglo transcurrido. El “intelectual” del grupo llevaba bajo el brazo un ejemplar de la “Odisea” que no le abandonó durante toda la travesía. Así que el libro que luego escribió, “Operación Impala”, incorpora frecuentes citas de la obra de Homero.

Como “Tintín en el Congo”

Los cinco expedicionarios abandonaron la capital surafricana con las bendiciones del cónsul español, que les regaló un par de botellas de whisky después de informarles de algunas de las sorpresas que podía depararles África. «Es impensable hacer hoy en día un viaje así, entre otras cosas porque muchas de las zonas que atravesamos están en guerra», observa Maristany. Las descripciones del viajero dibujan un continente donde aún prevalecía cierta estabilidad gracias a los restos del andamiaje levantado por un colonialismo ya en retroceso.
Algunos de los episodios remiten incluso al “Tintín en el Congo”, un álbum que plantea una relación de paternalismo protector entre europeos y nativos que le ha valido severas críticas y más de una tentativa de prohibición ante los tribunales. Cuando la expedición recaló en un poblado de Tanzania por indicación de unos misioneros españoles, fue acogida con un júbilo equiparable al que saludaba al personaje de Hergé en sus visitas a las tribus congoleñas. «Aún me río cuando lo recuerdo; nos nombraron hijos adoptivos de la tribu, nos regalaron una gallina blanca y no pararon de bailar y cantar hasta que nos fuimos», evoca Maristany.

Las jornadas de viaje resultaban duras. Era la temporada de lluvias y las pistas se habían transformado en barrizales. Las caídas por falta de adherencia eran constantes. Maristany, que inicialmente tenía pensado viajar únicamente a bordo del Land Rover, tuvo que dar frecuentes relevos a sus compañeros. «Creo que podría decirse que soy el único europeo que tuvo que aprender a andar en moto en las pistas africanas», sonríe. La vista de la cima del Kilimanjaro entre las nubes es uno de los momentos estelares del viaje. «Nieve en la misma línea del Ecuador, y allí estábamos nosotros, afortunados mortales, cubiertos de polvo rojo, admirando ese prodigio mientras a nuestro alrededor pacían cebras y ñúes, y un rinoceronte ceñudo no nos quitaba los ojos de encima».

Entonces Etiopía se llamaba aún Abisinia y era un territorio inabarcable que de vez en cuando se tragaba literalmente a una expedición. «Unos meses antes un grupo de suizos había sido diezmado por una banda de somalíes, pero nosotros nos adentramos sin saber muy bien lo que nos íbamos a encontrar». Guiados por brújulas y mapas, únicos instrumentos de navegación, los “impalistas” dejaban atrás el África negra y se adentraban en territorio árabe. Cuando tres meses después de haber salido de Ciudad del Cabo llegaron a Túnez, la última etapa del viaje, habían dejado atrás 20.000 kilómetros y una experiencia que les marcaría de por vida.

Mientras descansaban exhaustos en la bodega de un mercante rumbo a la península, Barcelona les preparaba una bienvenida de héroes. La que era la primera gran aventura motorizada protagonizada por españoles había tenido un detallado seguimiento en los periódicos de la época. «Nos dieron un recibimiento triunfal, hasta nos cantaron el tedeum en la catedral como si fuéramos Colón», recuerda Maristany.
La repercusión fue tal que Montesa abandonó la idea de bautizar su nueva moto con el nombre de Montjuich y la llamó Impala. El modelo fue un rotundo éxito y abrió el camino a la época dorada de la moto española. La marca recompensó a los expedicionarios con las cinco primeras unidades que salieron de la fábrica. Maristany aún arranca de vez en cuando la suya para dejarse llevar por el sonido de África.

Una moto legendaria

La Montesa Impala fue todo un fenómeno social en la década de los sesenta. «Motorizó a miles de españoles, fue el precursor del Seat 600», observa Manolo Maristany, uno de los participantes de la “Operación Impala”. Era una moto sencilla y ligera que equipaba un robusto motor de dos tiempos y de 175 centímetros cúbicos.
La Impala se convirtió con el tiempo en un icono del poderío de la industria catalana de la motocicleta, cuando las cadenas de montaje de Montesa, Bultaco , Ossa, Derbi y Sanglas no daban abasto para atender las listas de pedidos que llegaban de todos los puntos del planeta. Cincuenta años después, las “impalas” siguen formando parte del paisaje urbano de muchas ciudades españolas, especialmente en Barcelona, y las unidades mejor conservadas alcanzan precios de hasta 6.000 euros en el mercado de segunda mano. Hay incluso tiendas que se dedican únicamente a este modelo.

El sábado 9 de junio se celebrará la anual Impalada, este año especialmente sonada. A Barcelona.

Por Mauricio Martín

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