Alemania había conquistado Polonia y Dinamarca y se dirigía a Noruega; en poco tiempo, atacarían el oeste de Europa y serían dueños de medio continente. Era 1940 y Estados Unidos no había entrado en la guerra, todavía Pearl Harbour no eran palabras de infamia. Ese año, John Steinbeck, periodista y escritor, ya conocido en todo su país (acababa de publicar Las uvas de la ira que, aquel mismo año, John Ford llevaría al cine), embarcó en un barco de pesca alquilado, con su amigo el biólogo marino Ed “Doc” Ricketts, para hacer una campaña de recogida de muestras en el Golfo de California, antes conocido com el Mar de Cortés. Y con este título, Por el Mar de Cortés, publicó en 1951 Steinbeck el diario de la expedición. Describe la costa, el mar, las recogidas, las tristes aldeas mexicanas, la sed (bebieron más de 2000 cervezas) y el calor y, además, las elucubraciones que se le ocurrían al futuro Premio Nobel (1962). Y entre esas parrafadas, así es como describe a algunos biólogos, espero que sólo a algunos:
Existe la curiosa idea entre los hombres profanos de que en los escritos científicos hay un estrato común de perfeccionismo. Nada está más lejos de la verdad. Los informes de los biólogos son una dimensión, no de la ciencia, sino de los hombres. Existen tan pocos científicos gigantes como de cualquier otra clase. En algunos infomes, es imposible relacionar las descripciones de animales vivos, a causa de la ineptitud de su lenguaje, y en otros, los lugares de recolección aparecen tan mezclados o ignorados, que las especies mencionadas no pueden ser halladas. El mismo condicionante se introduce en el nombre de la especie como en cualquier otra clase de observación, y las mismas faltas de negligencia que se encuentran en los informes científicos, se hallan en el banco de testigos de un tribunal criminal. A veces, parece que los hombres, en un trabajo científico, asumen el temor de un sacerdocio para ocultar sus defectos, como hace el médico-brujo con sus orgullosas máscaras y trípodes de barro, como tienen los sacerdotes de todos los cultos con lenguajes y símbolos, secretos y extraños. Normalmente, sólo los hombrecillos obstinados se oponen a lo que se llama «popularización», por la que ellos entienden escribir con claridad comprensible a alguien que no esté familiarizado con las claves y ritos del culto. No hemos conocido ni a un solo gran científico que no pueda disertar con desenvoltura con un niño. ¿Significa esto, tal vez, que los que aborrecen la claridad no tienen nada que decir, no han observado nada, no poseen una idea clara ni tan siquiera de sus propias actividades? Un hombre estúpido es estúpido sea cual sea su profesión, y naturalmente un científico inepto tiene derecho a protegerse con togas y plumajes, emblemas y grados, como hacen otros hombres obtusos, que son potentados y dictadores imperialistas de logias de hombres estúpidos.
*John Steinbeck. 1951 (2005). Por el Mar de Cortés. Ed. Península. Barcelona. 234 pp.