Los que compran “verde” son admirables: preocupados por el planeta, cooperan con el Tercer Mundo a través del comercio justo, intentan producir el menor impacto posible y muchas otras cosas que a nosotros, vulgares clientes del Carrefour que tenga el aparcamiento más grande, nos admiran y, además, nos hacen meditar y prometernos que, algún día, seguiremos su esclarecedor ejemplo. Sin embargo, quién sabe en qué retorcidas teorías psicológicas sobre la moral y la conducta humanas se basaron Nina Mazar y Chen-Bo Zhong, de la Universidad de Toronto, para iniciar un estudio sobre el comportamiento de estos ecoconsumidores. En primer lugar, y con 59 universitarios, averiguaron lo que ya he puesto más arriba, o sea, que estos estudiantes opinan que los que compran “ecológico” son más cooperativos, altruistas y éticos que los que compran productos convencionales.
Pero, en un segundo experimento, el asunto comienza a no ser tan evidente y sencillo. Aquí los autores utilizan juegos de ordenador, ofreciendo una lista de productos verdes y otra de productos convencionales a 156 estudiantes para que algunos compren de unos, otros o ninguno. A continuación se inicia otro juego de ordenador, que los participantes no saben que está relacionado con el anterior, en el que deben compartir dinero con otro jugador al que no conocen y que está en otra habitación (en realidad no existe); el dinero sobrante después del juego es para cada uno de los jugadores. Los autores descubren que la mera exposición a los productos ecológicos consigue que los sujetos compartan más dinero. Estupendo. Pero lo asombroso es que, si compran productos verdes, entonces dan menos dinero a su invisible compañero de juego que los compradores de artículos convencionales. Vaya.
Y, ya para remachar el clavo (seguramente, también reciclable), Mazar y Zhong, plantean un tercer experimento en el que, también en un juego de ordenador, otros 90 estudiantes, después de haber adquirido productos verdes o productos convencionales, deben contar puntos en la pantalla. En este juego, la pantalla está dividida en dos partes por una línea y una de las zonas tiene más puntos que la otra. Los chicos ven 90 pantallas y, al final, hacen, ellos solos, un control de lo que han visto y cobran unos céntimos de dólar por acierto. Bueno, pues los que compran productos convencionales obtienen un resultado similar a la realidad: aproximadamente, en la mitad de la pantalla en la que tienen que contar están un 40% de los puntos. Pero los que compran productos verdes, según su autoevaluación, quieren más pasta (y no precisamente ecológica) y llegan a ver en su mitad hasta el 51,4%, es decir, cuentan más de un 10% de puntos inexistentes. En resumen, mienten para conseguir más dinero. Fastuoso resultado.
Para acabar, todo este asunto da la impresión de que es como si al comprar ecológico ya hubiesen cumplido con los compromisos de su ética personal y, ya liberados, se sienten como James Bond, “con licencia para matar”. Es curioso, por otra parte, que la exposición a estos productos nos hace mejores; es su compra la que lo fastidia todo. Parece que lo que importa es cumplir con una especie de promedio ético al final de día y, de esta manera, quedar en la cuenta diaria como a cero entre lo bueno y lo malo que hemos hecho a lo largo del día. Es decir, ya he cumplido comprando productos verdes pues, a partir de ahora, si miento y engaño un poco pues no pasa nada. Ya he cumplido con mi buena obra de cada día.
*Mazar, N. & C.-B. Zhong. 2009. Do green products make us better people? Psychological Science en prensa.