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Eduardo Angulo Pinedo

La biología estupenda

Sorda

No pensaba que podía ocurrir, pero así ha sido. Me he conectado a Internet en vacaciones. No debía, pero aquí estoy. Y como tengo más tiempo para escribir (y “mono” de hacerlo), este será un post más largo de lo normal, aunque en gran parte sea copia de otro texto. O sea que, paciencia.

Helen McCloy vivió noventa años, de 1904 a 1994. Nació en Nueva York y fue una conocida escritora de novelas y cuentos de misterio, un poco al estilo de Agatha Christie. Su protagonista más famoso, su Sherlock Holmes o su Hércules Poirot, fue el doctor Basil Willing, médico y jefe de psiquiatría de un hospital. Según su teoría sobre el crimen y los criminales, todo delincuente deja algo así como una característica huella psíquica en los delitos que comete, y por ahí es por donde hay que cogerle. En 1941, publicó The Deadly Truth, que, en nuestro idioma apareció, que yo sepa, en 1951, en aquella maravillosa Biblioteca Oro de Editorial Molino, con el título de La cena de las verdades. De este libro nos interesa el final del capítulo XII y comienzo del XIII. El Dr. Willing va a cenar con su novia, la exótica, hermosa e inteligente Gisela von Hohenems, en el Yatch Club, en el que hay, además, una tómbola benéfica y la actuación de la conocida bailarina Käthe Zimmer.

…su vestido era transparente y largo tenía el color del polvo y del humo. Iba descalza y presentaba el talón y la planta de los pies pintados de rojo. La bailarina fue retrasando los pasos sobre la música, de modo que las notas parecían impulsarla hacia la pista de baile como la brisa empuja a una nave a vela.

Mientras esperaba a que Gisela le sirviera lo pedido, encendió un cigarrillo dejó vagar la mirada por la sala.

Basil se inclinó.

-Fräulein…

Ella no lo oyó. Gisela la tocó ligeramente en una mano y ella se volvió rápidamente.

-¿Qué es, Gisela?

-El doctor Willing iba a decirle algo, querida.

Los ojos de Käthe se clavaron en Basil.

-¿Qué me decía? – repitió con menos firmeza.

Basil dijo en voz muy baja:

-Creo que he descubierto el secreto de su técnica en la danza.

Apareció el miedo en los ojos de la bailarina, como si un rostro conocido hubiese surgido inesperadamente en la ventana de una casa extraña.

-¿Quiere decirme si me he equivocado? – continuó Basil -. Le prometo que no revelaré su secreto.

-¿Qué secreto? – inquirió ella con los ojos fijos en los labios de él.

Basil dijo en voz muy baja:

-Fräulein… ¿no es usted sorda?

Hubo una pequeña pausa que llenó el sincopado clamor de la música de baile moderno.

La voz de Käthe Zimmer, ahogada por la cólera, dijo:

-Eso es insolente y absurdo.

-Insolente, es posible – respondió Basil -, pero no absurdo. Su desconocimiento del compás de la música es tal que cada uno de sus pasos lleva dos segundos de retraso sobre él, en vez de coincidir con el ritmo. Es indudable que se mueve usted al impulso de una señal que no es precisamente el compás de la música. Baila usted descalza, cosa inusitada en estos días. Habla usted con voz baja y susurrada; sus ojos tienen una expresión cautelosa, expectante, y los mantiene fijos sobre el rostro de quien le habla. Anoche la señorita von Hohenems le dijo algo que usted no oyó. Me esforcé en poner en orden todos estos detalles y ahora pueda responder a todas esas cosas extrañas.

No hace usted caso de la música por la sencilla razón de que no la oye. No hizo caso a la observación de la señorita von Hohenems porque usted confía en el movimiento de los labios de interlocutor para ocultar su sordera y cuando ella habló tenía usted los ojos fijos en mí. Los sordos tienen generalmente una expresión cautelosa y suspicaz. Los lectores de labios tienen “ojos que oyen”. Cuando la sordera es consecuencia de la degeneración del oído medio la voz es anormalmente apagada y baja.

Al bailar, usted acomoda sus pasos a las inaudibles vibraciones de la música en el piso de madera de la pista de baile. Esa vibración llega a su cerebro a través de los huesos o por medio del tacto. La pierna y el pie son especialmente sensibles a las vibraciones sonoras, pero los zapatos de baile obstaculizarían algo esa transmisión. Ese es el motivo de que baile descalza. Y se mueve usted con retraso respecto al ritmo de la música porque la vibración de un sonido dura más que el sonido mismo. Después de haberse apagado una nota en el diapasón, puede usted volver a oírla cogiendo el diapasón entre los dientes.

-¿Y cómo podría percibir esas vibraciones si fuese sorda? – inquirió Käthe.

-La sordera a los sonidos como tales sonidos no implica la insensibilidad a vibraciones sonoras inaudibles – respondió Basil -. Viene a ser como una hiperestesia del sentido del tacto, fenómeno tan frecuente en los sordos como en los ciegos, y que se utiliza para enseñar a hablar a los sordomudos. Se han dado casos en que las personas sordas han percibido las vibraciones de un camión que corría sobre un piso de adoquines antes de que personas normales oyeran el sonido.

Käthe Zimmer hizo un gesto de resignación, mitad encogimiento de hombros, mitad mueca.

-En todos los años que llevo bailando ante el público, usted es el primero que ha conseguido averiguar la verdad.

Pero no era exactamente una hiperestesia, como afirma el dicharachero doctor Willing. En marzo de este año que corre, el 2009, Brian Allman y su grupo, de la Universidad de la Comunidad de Virginia en Richmond, han publicado un trabajo en el que demuestran, en hurones en los que se provocan la sordera, que ya a los 16 días hay una conversión, en la corteza sensorial del cerebro, en la que neuronas del tacto se desvían hacia la zona encargada del oído. En resumen, que la pérdida de un sentido, de un sistema sensorial, provoca su sustitución por otro que se mantiene en funcionamiento. En este caso, como en nuestra bailarina sorda, el oído es sustituido por el tacto.

*Allman, B.L., L.P. Keniston & M.A. Meredith. 2009. Adult deafness induces somatosensory conversion of ferret auditory cortex. Proceedings of the National Academy of SciencesUSA 106: 5925-5930.

*McCloy, H. 1941 (1951). The Deadly Truth (La cena de las verdades). Ed. Molino. Barcelona. 86 pp.

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Por Eduardo Angulo

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