El comportamiento humano a menudo sigue pautas incomprensibles. Por ejemplo, con el alcohol. Todo le mundo sabe (¿todo?) que conducir bebido es peligroso, aunque sea divertido, pues la irresponsabilidad siempre lo es. Las personas con buenas intenciones, entre las que me cuento, piden una buena educación vial desde la infancia para conseguir que los conductores adultos sean más responsables y no lleven el alcohol puesto cuando cogen el volante. Pero hay otras personas, de más carácter y a menudo iracundas, entre las que me cuento, que argumentan que conducir, sobre todo a ciertas horas y en ciertos lugares (un viernes de madrugada en una gran ciudad) es un deporte de riesgo, y exigen que las autoridades, que para eso las hemos elegido y para eso las pagamos su buen dinerito, hagan algo. Menudo dilema, ¿qué hacer?
Anthony Bertelli y Lilliard Richardson, de las Universidades de Georgia y Missouri respectivamente, nos aseguran que todos los estados de Estados Unidos tienen leyes para desanimar a los ciudadanos a beber y conducir (a la vez, no por separado; por separado, allá ellos). Pero el esfuerzo y la ejecución de dichas leyes varía extraordinariamente de un estado a otro. Según Bertelli y Richardson, las leyes por sí mismas no tienen mucho efecto, pero la percepción por los conductores de la seriedad de las autoridades para imponerlas tiene efecto, vaya que si tiene efecto. Después de analizar las respuestas a encuestas planificadas para ver si la hipótesis anterior es cierta, la conclusión es que las leyes sólo influyen en aquellos poco propensos a beber y conducir, mientras que la certeza de la aplicación estricta de las leyes y de un posible arresto con las consiguientes consecuencias individuales (cárcel, multa, servicios sociales, pérdida del permiso de conducir,…) convence a todo el mundo, y sobre todo a los conductores con alto riesgo de conducir bebidos.
Y si no hay más solución, hagamos lo que recomiendan Alexander Wagenaar y sus colegas, de la Universidad de Florida. No se preocupen, ni piden la vuelta a la Ley Seca de 1919. Simplemente, sugieren subir los precios o los impuestos, o ambos, del alcohol. Los autores llevan a cabo un análisis conjunto (un meta-análisis en términos estadísticos) de 112 estudios anteriores sobre la relación entre el precio del alcohol y su consumo. Y es cierto, al subir el precio baja el consumo de cerveza, vino, licores y todo tipo de alcohol en su conjunto; además, disminuye el número de bebedores, sean muy o poco bebedores, adolescentes o adultos.
En fin, que lo mejor y más rápido para disminuir el consumo de alcohol es subir los impuestos. Supongo que hay personas y grupos a los que no les gusta esta propuesta y prefieren aquella de la educación vial, pero ambas son compatibles: la educación salvará vidas en el futuro, y la represión salvará vidas aquí y ahora.
*Bertelli, A.M. & L.E. Richardson, Jr. 2008. The behavioral impact of drinking and driving laws. Policy Studies Journal 36: 545-569.
*Wagenaar, A.C., M.J. Salois & K.A. Komro. 2009. Effects of beverage alcohol price and tax levels on drinking: a meta-analysis of 1003 estimates from 112 studies. Addiction 104: 179-190.